El espejo tabarnés

Publicado en el Diari de Tarragona el 31 de diciembre de 2017


Los resultados del 21D han dibujado un panorama parlamentario numéricamente continuista, aunque las reacciones ante estas cifras han sido muy dispares. Por un lado, el mundo secesionista ha vuelto a lucir su imagen monolítica (que no siempre se corresponde con la realidad) recibiendo la mayoría parlamentaria como un triunfo incontestable sobre los partidos que respaldaron la aplicación del artículo 155. Sus estrategas llevaban semanas construyendo un dudoso pero creíble discurso sobre la carencia de equilibrio en estos comicios, alegando que la ausencia forzosa de Junqueras y Puigdemont ponía al unionismo en ventaja competitiva (aunque todos sabemos –ellos los primeros- que las imágenes de Estremera han dado combustible electoral a un movimiento agotado tras la fallida proclamación de la DUI, y que el icono del President refugiado en Bruselas ha permitido la asombrosa resurrección de los exconvergentes). En cualquier caso, los independentistas han logrado una meritoria victoria moral y parlamentaria (aunque no social) cuando nadie daba un duro por ellos. La euforia es lógica y justificada.

Por el contrario, la reacción postelectoral en el bloque constitucionalista ha sido mucho menos homogénea. Algunos han asumido con sobrio fatalismo la incombustible mayoría parlamentaria secesionista; otros han querido maquillar la derrota unionista con el consuelo de la estéril victoria de Arrimadas; otros han hecho autocrítica por su manifiesta incapacidad para dar la vuelta a la tortilla catalana; otros han cargado contra sus propias filas por su insuficiente nervio e implicación…

Estas reacciones entraban dentro de lo previsible: sumisión inerte, miopía defensiva, propósito de la enmienda, autoflagelación… Sin embargo, lo que no formaba parte del guion era la posibilidad de contestar al independentismo con su misma medicina: plantear el derecho de secesión autonómica de Tabarnia, la próspera e industrializada costa central catalana, económicamente expoliada y políticamente sometida por las comarcas rurales. Se trata de un proyecto nacido hace ya años, medio en broma medio en serio, aunque ha regresado con fuerza ante una nueva demostración de que el dominio institucional de los independentistas no se corresponde con una verdadera mayoría social, sino con un modelo electoral que otorga un poder político desproporcionado a las comarcas menos desarrolladas y productivas (la Catalunya interior) en perjuicio de las regiones más activas y cosmopolitas (el litoral de Barcelona y Tarragona). Para que nos hagamos una idea, un par de payeses de Gimenells tienen el mismo poder electoral que cinco urbanitas del Eixample barcelonés.

Se supone que esta disfunción del sistema electoral (tan alejado del principio “un ciudadano, un voto”) se debe a criterios de equilibrio territorial, al considerarse necesaria la visibilización de las zonas menos pobladas del país. Sin embargo, los hechos demuestran que el verdadero motivo de su pervivencia es indiscutiblemente partidista, pues consigue que las formaciones soberanistas obtengan más escaños gracias a una sobrerrepresentación de su principal área de influencia: la Catalunya rural. Sólo así se entiende que una de las comunidades más empeñadas en singularizarse a nivel legislativo sea la única autonomía sin ley electoral propia, dado que la normativa general española siempre ha favorecido a las candidaturas nacionalistas. Para colmo, las comarcas agrícolas de Catalunya son precisamente las de menor producto interior bruto, y las que disfrutan de las balanzas fiscales más privilegiadas a nivel interno. Si le echamos sentido del humor, resulta sencillo trasladar el relato independentista al tablero de juego interior, convirtiendo la paradisíaca Tabarnia en una nueva Ítaca, rica y constitucionalista, entre Salou y Santa Coloma de Farnés.

De hecho, si tuviéramos que resumir sumariamente los mantras del secesionismo al uso, podríamos afirmar que vivimos en un país (Catalunya), que pese a sus elevados niveles de productividad y desarrollo (uno de los PIB per cápita más altos de la península), tiene que soportar que un estado (España) expolie sus recursos para mantener a otros territorios sistémicamente subvencionados (el sur de la península), cuyos votos eligen a gobiernos empeñados en perpetuar este abuso (PP y PSOE). La versión tabarnesa del relato se apoyaría en la existencia de un lugar (las áreas metropolitanas de Tarragona y Barcelona), que pese a su elevado nivel de productividad y desarrollo (el PIB per cápita más elevado de Catalunya), tiene que soportar que un gobierno autonómico (la Generalitat) esquilme sus recursos para sostener a otros territorios metódicamente privilegiados (la Catalunya rural), cuyos votos eligen a gobiernos orientados a cronificar esta injusticia (ERC, CiU, PDeCAT, JxS, JxC…).

Personalmente considero que tomarse mínimamente en serio el proyecto de Tabarnia es un disparate sin pies ni cabeza. En todos los modelos de convivencia existen aspectos mejorables en el reparto de los recursos y la asignación de representación política, pero concluir que la resolución de estos problemas pasa inexorablemente por una ruptura traumática nos conduciría a una espiral que lleva al absurdo. ¿Qué vendría después? ¿La ciudad de Barcelona se separaría de las poblaciones más deprimidas de su entorno? ¿Y luego? ¿Se escindiría el barrio de Pedralbes porque soporta mayor presión fiscal? ¿Y después? ¿Las manzanas convertidas en repúblicas? Delirante. Aun así, puede que la cómica irrupción de este excéntrico proyecto tenga un efecto positivo: colocar al secesionismo ante el deber de combatir el argumentario de quienes utilizan sus mismos recursos propagandísticos, tan demagógicos como eficaces. Derecho a decidir, agravio inmemorial, legitimidad contra legalidad, balanzas fiscales, radicalidad democrática… Puede que al independentismo le haya crecido un bumerán en casa.

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