Una propuesta razonable

Publicado en el Diari de Tarragona el 26 de noviembre de 2017


Si algo debemos aprender de estos últimos cinco años es que el maximalismo suele terminar habitualmente convertido en un negocio ruinoso. Las posturas dogmáticas e inflexibles son enemigas de la empatía y la transacción, dos herramientas esenciales para lograr una convivencia armoniosa en las sociedades crecientemente complejas que estamos moldeando. Por muy convencidos que estemos de tener la razón, siempre habrá otros tan seguros como nosotros de lo contrario, un problema que sólo puede resolverse repartiendo equitativamente la satisfacción y la frustración. Eso o acabamos a tortas, la solución tradicional por estos lares.

Por un lado, los efectos tangibles de un lustro largo de proceso independentista deberían llevarnos a la conclusión de que un enfrentamiento frontal contra el Estado es un suicidio: en lo institucional, nuestros órganos de autogobierno han sido suspendidos por el ejecutivo central con una facilidad pasmosa; en lo judicial, los principales responsables del procés han acabado entre rejas (sometiéndose después muchos de ellos a la intervención estatal para poder volver a sus hogares); en lo político, los objetivos prometidos por estos aprendices de revolucionario se han diluido como un azucarillo en una bochornosa muestra de impotencia; en lo diplomático, ningún país occidental ha prestado la menor atención a la supuesta declaración de independencia del Parlament; en lo económico, miles de empresas han trasladado sus sedes fuera de Catalunya y acabamos de perder una importante agencia europea… Después de semejante sarta de “jugadas maestras”, hay que tener muy poco sentido del ridículo para seguir haciéndose el gallito en las Cortes.

Pero el descalabro del procesismo no debería llevar necesariamente a la conclusión de que las cosas están bien como están. En absoluto. El gran timo que los líderes independentistas han perpetrado durante los últimos años no puede ocultar la existencia de un verdadero problema político que debe ser resuelto de forma inaplazable. El maximalismo independentista (que cree viable reventar el modelo constitucional “porque yo lo valgo”) no hace menos delirante el maximalismo gubernamental (que considera posible neutralizar la actual crisis territorial dejando pasar el tiempo). El conflicto existe y seguirá existiendo mientras no se diseñe una solución que ofrezca, como decíamos antes, un ponderado reparto de éxito y fracaso.

La respuesta habitual de la Moncloa ante este tipo de reflexiones es que las demandas de los independentistas jamás podrán ser saciadas, una excusa simplona para mantener su tradicional inmovilismo. Es evidente para cualquier persona con dos dedos de frente que el intento de crear un escenario de reencuentro no tiene como destinatarios fundamentales a quienes siempre han sido partidarios de la ruptura (una parte ciertamente pequeña de la población catalana) sino esos cientos de miles de ciudadanos que durante los últimos años han llegado a la conclusión de que romper la baraja era la única salida. Esa abrumadora mayoría del catalanismo pactista, que ha marcado desde hace décadas nuestro rumbo político, sigue estando ahí, esperando que alguien les demuestre que hay una alternativa digna y satisfactoria a la independencia.

Ante las recientes muestras gubernamentales de su escaso interés por avanzar por el sendero reformista, un grupo de diez catedráticos de derecho constitucional y administrativo han dado un paso al frente para favorecer este debate: Enric Fossas, Santiago Muñoz Machado, Francesc de Carreras, Eliseo Aja, Joaquín Tornos, etc. El texto va desgranando diversas ideas fundamentales sobre este necesario “tiempo de reformas”: la actual crisis catalana (y antes el plan Ibarretxe) son síntomas que evidencian la existencia de problemas no resueltos en nuestro diseño territorial; algunas de las críticas al modelo constitucional que han alimentado al independentismo son razonables y fundamentadas; no se trata de promover un abrupto proceso constituyente sino de favorecer una actualización de esta norma mediante un procedimiento institucionalizado, participativo y transparente; el consenso previo no debe versar sobre el destino final de esta negociación sino sobre la necesidad de iniciar el camino; la salida a nuestros problemas territoriales pasa por aplicar técnicas de tipo federal; el texto debe fijar un reparto básico de competencias y una mayor capacidad autonómica en la toma de decisiones colectivas a través del Senado; la Constitución debe establecer también los criterios básicos sobre los que pivotará un modelo de financiación sostenible, justo y participativo que supere el actual clima de permanente conflictividad; la admisión de marcos bilaterales y especificidades territoriales no significa necesariamente la existencia de un trato discriminatorio; estas singularidades podrán ser también asumidas por otras comunidades con particularidades similares; probablemente sea más eficaz establecer un calendario de reformas en vez de afrontar una revisión en bloque, etc.



Se trata de una propuesta sólida, abierta y realista, cuya lectura recomiendo vivamente. No soluciona mágicamente los conflictos que padecemos, pero ofrece un primer paso en la buena dirección con el objetivo de afrontar un reto apremiante. De hecho, según parece, los socialistas respaldaron en octubre la intervención gubernamental en Catalunya porque lograron a cambio el compromiso de iniciar una reforma constitucional con el respaldo de Ciudadanos y el PP, dos partidos a los que siempre se les llena la boca presumiendo de vocación reformista. Ha llegado el momento de pasar de las palabras a los hechos.

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