El cazuelómetro

Publicado en el Diari de Tarragona el 5 de noviembre de 2017


La noche del pasado 1 de octubre, después de contemplar unas cargas policiales que nos helaron la sangre, un buen número de catalanes respondió a aquellas imágenes saliendo a sus balcones para hacer sonar con fuerza sus cazuelas y sartenes. Pese a que la efectividad de ese tipo de movilizaciones es bastante discutible, algunos vecinos de mi barrio repitieron durante días aquella protesta, aunque cada noche en un número decreciente. El ardor guerrero fue templándose con el tiempo y el estruendo inicial menguó progresivamente.

Pero entonces llegó el discutible encarcelamiento de los Jordis y aquel concierto agonizante recuperó su vigor inicial. Incluso lo superó, al conseguir resucitar y sumar la indignación aparentemente digerida tras el 1-O. Los decibelios se dispararon como consecuencia del aumento de los factores que determinan el nivel acústico de una cacerolada: número de participantes, frecuencia de los impactos, y mala leche acumulada con que se aporrea el cacharro en cuestión. Aun así, como no hay cabreo que cien años dure, el clamor volvió a bajar con el paso de los días.

En esas estábamos cuando la semana pasada el Parlament decidió proclamar una independencia de fogueo, tan sonora en los medios como inocua en la práctica. La propia liturgia adoptada por sus impulsores dejaba entrever que no acaban de creerse lo que presuntamente estaban protagonizando. En el caso del President, no sólo se negó a salir al balcón como gesto urbi et orbi, sino que ni siquiera pronunció una sola palabra en toda la sesión parlamentaria. En el caso del Govern, no sólo mantuvo izada en todo momento la bandera española en la plaza de Sant Jaume, sino que eludió la aprobación de los decretos previstos para poner en marcha la nueva república. En el caso de la Cámara, no sólo evitó que el texto gozase de la solemnidad y contundencia habituales en estas circunstancias, sino que impuso el voto secreto para proteger a los diputados secesionistas de eventuales responsabilidades legales (¿cómo es posible que temiesen la acción de los tribunales españoles si de verdad pensaban que estaban creando un nuevo Estado?). Por sus hechos los conoceréis.

En cualquier caso, aquel extraño espectáculo fue fulminantemente respondido por el Estado con la inmediata tramitación del artículo 155 de la Constitución española. En plena ceremonia de la confusión, el independentismo asistió en un mismo día al nacimiento de la nueva república (euforia) paralizada inmediatamente por la Moncloa (cabreo) tras una proclamación sui generis (cortocircuito). Sin duda, se había colocado en el atril una partitura para cucharón y cazuela de muy compleja interpretación, un desconcierto que se tradujo en una serenata nocturna ciertamente indefinible.

Aunque Rajoy lo negó hasta la extenuación, la autonomía catalana había sido obviamente suspendida: un autogobierno ejercido unilateralmente por el poder central es un concepto esencialmente contradictorio. Sin embargo, los acontecimientos acaecidos durante las horas posteriores sembraron de dudas a los hiperventilados: el Govern se tomó el fin de semana de vacaciones, los cargos cesados desde Madrid bajaron los brazos, Puigdemont salió por piernas del país, algún exconseller volvió a su antiguo despacho para hacerse selfies fingiendo que mandaba, ningún país del planeta reconoció la república catalana... ¿Qué broma era ésta? Semejante estado de desorientación colectiva se vio inmediatamente reflejado en las caceroladas de las noches siguientes: sólo un incombustible vecino siguió aporreando su sartén cada noche, con puntualidad kantiana y ritmo de metrónomo.

A mediados de semana el procés se desmoronaba, mostrando sus vergüenzas como el rey desnudo de Andersen. Rajoy había logrado asumir el poder en Catalunya de forma incontestable (descabezó la Generalitat sin contemplaciones ni resistencia), convocando unas elecciones inmediatas que matizaban la imagen del ejecutivo pretendiendo okupar indefinidamente un gobierno autonómico. Una euforia incontenible se extendía entre las filas unionistas, pensando ilusamente que la travesía del desierto tocaba a su fin. No contaban con la providencial capacidad de los tres poderes del Estado para resucitar a los muertos. En esta ocasión fue la juez Carmen Lamela quien aplicó el jueves los primeros auxilios al catatónico movimiento secesionista, mandando a prisión a Junqueras y compañía con una gravísima decisión jurídicamente criticable y estratégicamente suicida para la causa españolista. Como era de prever, el solo de cazuela de mi incansable vecino se convirtió desde entonces en el “Avinguda de Catalunya Percussion Festival”.

Créanme. No hagan caso del Barómetro del CIS, ni del Òmnibus del CEO. El Cazuelómetro de un servidor es mucho más certero y se actualiza en tiempo real. Su última estimación augura para diciembre una nueva mayoría independentista en el Parlament si todo sigue como hasta ahora. ¿Y entonces qué? ¿Otra vez el 155? ¿Considera Rajoy realista bloquear indefinidamente las decisiones electorales de los catalanes hasta que el resultado le satisfaga? Seguimos en el laberinto.

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