Los efectos de la inacción pública

Publicado en el Diari de Tarragona el 28 de mayo de 2017


Durante las últimas semanas hemos ido conociendo los detalles de una okupación con tintes ciertamente berlanguianos. Aunque estas situaciones son relativamente corrientes, el último sainete que nos han ofrecido los amantes de lo ajeno ha conseguido convertirse en el paradigma de un problema que genera una mezcla de indignación e hilaridad. Efectivamente, los derroteros que toman estos procesos podrían encajar perfectamente en un monólogo de humor absurdo, si no fueran la causa de un verdadero tormento para ciudadanos de carne y hueso, que ven con impotencia cómo se pone en cuestión uno de los pilares de nuestro modelo de convivencia: la obligatoria defensa que el aparato público debe proporcionar a los legítimos titulares de bienes y derechos.

La historia que nos ocupa (nunca mejor dicho) comenzó hace ya cuatro años, cuando el constructor de una vivienda en Calafell fue incapaz de afrontar el crédito hipotecario vinculado a la misma. El inmueble, una lujosa residencia de dos plantas con jardín y piscina, pasó entonces a manos de Solvia, momento que fue aprovechado por una avispada familia para instalarse en ella por la vía de hecho. Esta circunstancia complicó notablemente las posibilidades de venderla, hasta que el pasado mes de marzo una pareja del pueblo decidió adquirirla para convertirla en su hogar. Los esfuerzos para convencer a los asaltantes de que la abandonaran resultaron infructuosos, una situación especialmente enervante teniendo en cuenta que el okupante tiene trabajo, el matrimonio ha seguido aumentando la familia durante estos años, todos ellos disfrutan de generosas ayudas sociales, e incluso han rechazado un piso que se ha puesto a su disposición de forma gratuita (no se pierdan la entrevista concedida por la madre, una tal Melody, a la cadena Antena3). Hace unas semanas, el desesperado e impotente propietario entró en la casa y cambió la cerradura durante una ausencia de los invasores, pero éstos tuvieron la desvergüenza de contraatacar llamando a los Mossos de Esquadra. El clímax del esperpento se alcanzó cuando los agentes, personados en el lugar, aconsejaron al dueño… ¡abandonar la residencia para no ser detenido por allanamiento de morada!

Cuando conocemos este tipo de situaciones (nada excepcionales en nuestro territorio, por cierto) uno puede sentir la tentación de concluir que vivimos en un país bananero. De hecho, algunas zonas residenciales de nuestra costa se están convirtiendo en verdaderos paraísos para aquellos que desean disfrutar de una vivienda por la cara, sin necesidad de dedicar gran parte de sus ingresos a este fin, tal y como hacemos el común de los mortales. Aunque es cierto que algunas familias sufren situaciones críticas (que deberían ser atendidas por los servicios sociales que sufragamos entre todos, no volcadas imperativa y aleatoriamente sobre las espaldas de los individuos), en la mayor parte de los casos nos encontramos ante la simple caradura de quien se sabe amparado por una regulación delirante. Algunos responsabilizan de este sinsentido al excesivo garantismo de algunos jueces, otros lo atribuyen a una legislación divorciada del sentido común, otros lo vinculan a la sobrecarga de trabajo de nuestros tribunales… El hecho es que el aparato público, globalmente considerado, parece haber renunciado a defender diligentemente a los ciudadanos que intentan cumplir con sus deberes cívicos y legales, mientras protegen a quienes se pasan los derechos de sus vecinos por el arco del triunfo de forma descarada e insultante (según algunos estudios, quienes padecen una okupación suelen tardar una media de dos años en recuperar su vivienda).

Ante semejante panorama, resulta indudablemente hipócrita escandalizarse por la proliferación de “empresas” especializadas en expulsar okupas. Obviamente, estas organizaciones no se caracterizan por dispensar un trato florentino a los usurpadores, lo que es fuente de numerosos conflictos y representa un indudable fracaso de nuestro modelo de organización social. Efectivamente, la renuncia a la defensa unilateral de los derechos se fundamenta en la asunción pública de esta función. En consecuencia, si el aparato estatal no es capaz de garantizar el orden jurídico, el monopolio público sobre determinadas potestades queda en entredicho, abriendo las puertas a la resolución de los conflictos por cauces menos ortodoxos pero efectivos. Es el efecto Far West: si no hay un poder público que me defienda, ya lo haré yo por mis propios medios. Con estas reflexiones no pretendo justificar que la ciudadanía se tome la justicia por su mano, sino poner de relieve que una manifiesta inacción pública en el cumplimiento de sus deberes conduce, antes o después, a la reinstauración de la ley de la selva.

Cada vez es más habitual percibir estas sensaciones entre unos ciudadanos indignados por vivir en un país donde la celebración de un negocio jurídico no garantiza el disfrute de los derechos que se derivan del mismo; un país donde los pequeños impagos o las devoluciones de efectos no acarrean la menor consecuencia en el tráfico mercantil; un país que trata con implacable contundencia al pequeño contribuyente mientras gestiona con magnánima paciencia la enorme deuda fiscal de los clubes de fútbol; un país donde los procedimientos de protección social penalizan a quienes intentan hacer algo frente a quienes se instalan en el subsidio; un país donde la administración asfixia a los modestos comerciantes mientras las grandes compañías sufragan sus fracasos con dinero público… Nos acercamos a un punto crítico en el que un sector mayoritario del tejido social puede llegar a la conclusión de que efectivamente vive en un país bananero que ejerce negligente y arbitrariamente los deberes que fundamentan la exclusión de la autotutela individual, y que dicho incumplimiento justifica la ruptura unilateral de dicho contrato social. Y el día en que esto suceda, que Dios nos coja confesados.

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