¡Puntuales del mundo, uníos!

Publicado en el Diari de Tarragona el 12 de marzo de 2017


En cierta ocasión escuché a un hombre sabio afirmar que nadie se acuerda de nuestras virtudes cuando nos espera. Se trata de una experiencia fácilmente contrastable en un entorno como el nuestro, donde el hábito de ser puntual está mucho menos arraigado que en otras latitudes (espero que nadie me boicotee una película por esta afirmación). En efecto, es tristemente frecuente que algunos médicos nos atiendan una hora después de lo acordado, que cualquier gestión administrativa nos obligue a dilapidar toda una mañana, que siempre haya un invitado que llega tarde y con una despreocupada sonrisa entre los labios, o que todo viaje organizado incluya indefectiblemente una pareja que parece guiarse horariamente por la posición relativa del sol (y que te convence definitivamente para no volver a viajar jamás en grupo hasta el fin de tus días). Es decir, estamos acostumbrados a soportar estoica y mansamente que nuestro tiempo sea considerado un bien que no merece la menor consideración.

Aunque a estas alturas de presunta civilización no debería ser necesario, todavía convivimos con personas a las que debe recordarse que acudir con retraso a un encuentro demuestra, además de muy poca educación, un notable desprecio hacia el valor del tiempo de los demás. Es probable que en la mayor parte de las ocasiones nos encontremos ante una desconsideración involuntaria, que no pretende ofender, pero evidentemente se trata de una ignorancia culpable, pues tampoco hace falta ser un catedrático en psicología para intuir que a nadie le gusta esperar.

He de reconocer que quizás esté malacostumbrado. Desde que tuve uso de razón, siempre fui consciente de que la puntualidad era un valor relevante e innegociable en el seno de mi familia. Es conocida la anécdota sobre los estrictos hábitos diarios de Immanuel Kant, cuyos vecinos de la prusiana ciudad de Königsberg (convertida hoy en la rusa Kalinigrado) solían ajustar sus relojes al ver pasar al filósofo siempre a la misma hora. Pues con mis padres, tres cuartas partes de lo mismo. Aun así, todos hemos de confesar que hemos llegado tarde a algún encuentro en más de una ocasión: por habernos confundido sobre la hora pactada, por estar absortos con un asunto que nos ha impedido ser conscientes del paso de tiempo, por habernos perdido de camino a la cita, por haber acontecido un hecho impredecible (siempre hay que ser especialmente comprensivos ante el retraso de familias con bebés, una fuente inagotable de sucesos inoportunos), etc. Normalmente, cuando nos encontramos ante esta incómoda tesitura, siempre podemos minimizar los daños con un par de gestos que, por lo visto, todavía constituyen un misterio inescrutable para algunos de nuestros semejantes: avisar y pedir perdón.

Efectivamente, la difusión del teléfono móvil ha generalizado determinadas funcionalidades positivas, como la posibilidad de comunicar nuestro retraso y su motivo (junto con otras negativas, como la imposibilidad de desaparecer o hacerse el sueco indefinidamente). Se trata de un recurso eficaz para evitar que el anfitrión y el resto de congregados hagan internamente un repaso exhaustivo de nuestro árbol genealógico, aunque excepcionalmente puede resultar imposible. Lo que siempre está a nuestro alcance es disculparnos o mostrar cierta contrición al llegar. Porque para algunos -se lo digo de corazón- no hay nada más enervante que ver aparecer a un tipo, veinte minutos tarde, haciendo frívolas carantoñas como si no pasara nada.

Por poner un ejemplo corriente, somos muchos los padres que intentamos llegar puntualmente al autobús que llevará a nuestros hijos de excursión. Pues bien, empiezo a intuir la presencia de un factor desconocido pero de existencia necesaria (como el bosón de Higgs), que explique por qué es empíricamente imposible que un transporte de colonias salga a la hora prevista. Siempre hay una familia que aparece un cuarto de hora después, mientras el resto nos hemos pelado de frío esperando a que el vehículo arranque (lo reconozco, yo también he sido infectado por ese furor hiperparental que nos obliga a despedir a nuestros hijos como si fueran a colonizar Marte, en vez de a pasar unas horas en una granja de pollos y conejos). Queridos padres y madres retardantes, ¿acaso creen que a los demás nos gusta madrugar? Al menos, se agradecería cierto gesto de compunción, en vez de ese aire desafiante para evitar la menor mirada de reproche.

Si me permiten la anécdota personal, siendo yo aún estudiante me vi inmerso en un grupo que se reunía con cierta frecuencia para cenar, con invitación más o menos rotatoria. A medida que fueron sucediéndose los encuentros, fui comprobando cómo mecánicamente teníamos que esperar a unos invitados, siempre los mismos, que llegaban sensiblemente tarde. Jamás se disculpaban. El resto de participantes admitía este hecho con una mezcla de cabreo y resignación. Hasta que me tocó a mí ser el anfitrión. Preparé la comida a la hora acordada, y tras cinco minutos de cortesía, solicité a los presentes que comenzaran a cenar. Nadie se atrevía a coger el tenedor, así que tuve que ser yo mismo quien rompiera el hielo. Los retardantes llegaron con su habitual media hora larga de demora, y aunque hubo cierta tensión ambiental al comprobarse que ya íbamos por el segundo plato, el plan funcionó. No volvieron a retrasarse.

Quien debe pasar un mal rato no es quien respeta lo acordado, sino quien no lo hace. Lamentablemente, en este país se penaliza el cumplimiento y se disculpa la caradura, y puede que sea éste uno de los factores fundamentales que explican nuestras carencias. Nuestro tiempo tiene un valor, y debemos exigir que así se reconozca. La puntualidad es una virtud, no una manía; y la impuntualidad es un defecto, no una forma de ser.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El beso

Una moto difícil de comprar

Bancarrota