Pocas luces

Publicado en el Diari de Tarragona el 29 de enero de 2017


Coincidiendo con la época más fría del año, el precio de la electricidad ha sufrido un aumento desbocado durante las últimas semanas. Alberto Nadal (entonces Secretario de Estado de Energía, y hermano del actual ministro del ramo) aseguró que el nuevo sistema de tarificación, vinculado al mercado mayorista, redundaría en un "claro ahorro" para todos los consumidores, pero el hecho es que desde aquellas fechas la factura eléctrica se ha disparado. A pesar de esta evidencia, Mariano Rajoy se resiste a reformar el modelo, aunque ha tenido el detalle de revelarnos su astuto plan para revertir la situación: “tiene que llover” (le ha faltado lamentarse por la “pertinaz sequía” para clavar el discurso de un difunto paisano suyo). Mientras esperamos a que el Presidente se decida a salir al jardín de la Moncloa en taparrabos para invocar a la lluvia con unas maracas, podemos intentar reflexionar sobre los efectos que tiene esta realidad en millones de hogares.

Todos recordamos la reciente muerte de una vecina de Reus tras el incendio de su vivienda en la calle Santa Anna. No podía hacer frente a la factura eléctrica y le habían cortado la luz. Fueron las velas que esta octogenaria utilizaba para iluminarse por la noche la causa de las llamas que acabaron con su vida. Pero no hace falta acudir a ejemplos tan dramáticamente extremos para visualizar los efectos de la pobreza energética. De hecho, son miles las familias que pasan frío a diario por no poder asumir el gasto que conlleva actualmente encender su radiador eléctrico. Constantemente se crean nuevos sistemas que permiten reducir este tipo de consumos, pero todo apunta a que este problema se agravará en el futuro por la creciente electrificación de nuestro modelo energético. Aunque la fitipaldi Esperanza Aguirre, condesa de Bornos, nos ilustre sobre los grandes beneficios que ha logrado instalando calefacción de gas en su céntrico palacio de Madrid, parece obvio que la evolución tecnológica nos encamina a un futuro cada vez menos dependiente de los combustibles fósiles. Al igual que está sucediendo en el mundo del automóvil, los viejos aparatos de combustión irán dejado paso progresiva e inexorablemente a las cocinas y calefacciones eléctricas. Este horizonte nos obliga a replantearnos la consideración que debe tener el acceso universal al suministro eléctrico (no sólo desde un punto de vista hipotético, sino también económicamente efectivo) y la posible cobertura pública de la que debería gozar.

Hoy en día nos parece inconcebible que un niño no pueda acudir al colegio porque sus padres carezcan de recursos. Del mismo modo, golpea nuestra conciencia la existencia de lugares donde todavía las familias sólo pueden visitar al médico cuando pueden pagárselo. Lo mismo podríamos decir de la labor que realizan las fuerzas de seguridad, los servicios de protección contra incendios, los sistemas de control de la salubridad, etc. De hecho, la historia reciente de las civilizaciones avanzadas es la historia de un modelo político y económico orientado a que todos los ciudadanos tengan asegurado el acceso a unos bienes y servicios que consideramos vitales, y que pivotan sobre los ejes básicos de la salud, la educación y la seguridad. En ese sentido, la constatación de los dramas que se están viviendo actualmente en miles de hogares por el costo desmesurado de la energía debería favorecer un movimiento ciudadano que exigiese la inclusión de un tramo básico de consumo energético mínimo entre las prestaciones de carácter vital. Pensemos que países con rentas per cápita muy superiores a la nuestra (Holanda, Alemania, Gran Bretaña…) disfrutan de una energía eléctrica sustancialmente más barata que la nuestra. ¿Cómo es posible que nuestro país acepte pasivamente un modelo que, de facto, excluye de un bien esencial a millones de personas? Supongo que en España hace falta que un equipo baje a segunda división para que la población se movilice.

Estas semanas se ha sugerido la conveniencia de importar la renta básica que pretende implantarse a corto plazo en Finlandia. Antes de plantearnos la dudosamente sostenible posibilidad de adjudicar a cada ciudadano un sueldo incondicionado (cuya gestión quedaría al arbitrio del propio sujeto) quizás deberíamos intentar consolidar un sistema que garantice unos mínimos vitales objetivos a todas las personas, entre los que debería encontrarse un suministro básico de energía eléctrica. Ni siquiera haría falta crear compañías públicas como en Berlín. Bastaría, quizás, con reducir la parte fija de la factura y diseñar una tarifa progresiva que estableciera un precio simbólico al tramo de consumo considerado vital, que luego crecería exponencialmente una vez se superase dicha cota.

Sin embargo, España se enfrenta a dos serios problemas en este terreno. En primer lugar, no podemos obviar la devolución del déficit de tarifa que nació con el infausto RD1432/2002 de Rodrigo Rato (dice mucho sobre las pocas luces de nuestros gobernantes una estrategia, mantenida durante quince años por los gobiernos populares y socialistas, basada en barrer hacia adelante una creciente deuda de decenas de miles de millones de euros con las compañías energéticas). Por otro lado, la relación incestuosa entre nuestra clase política y el sector eléctrico siempre genera sospechas, especialmente por sus siempre generosas puertas giratorias: González, Aznar, Acebes, Borrell, Roca, Solbes… En cualquier caso, el reto de convertir el suministro eléctrico básico en un derecho efectivo puede ser difícil pero no imposible. El riesgo es que superemos el invierno y el tema se olvide hasta la próxima crisis de precios, como ocurre siempre en este país. Habrá que mantener la tensión social y mediática sobre el problema si queremos avanzar hacia un modelo energético más sensible con los menos favorecidos. Las cosas no cambian solas.

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