El año que viviremos peligrosamente

Publicado en el Diari de Tarragona el 8 de enero de 2017


La última campanada de Nochevieja suele marcar el inicio de un período de reflexión sobre diversas cuestiones: los propósitos para el nuevo año (que suelen parecerse sospechosamente a los del anterior), la estrategia para volver a entrar en los pantalones que nos compramos en otoño (misión imposible), los mantras budistas para sobrellevar tres meses ininterrumpidos sin ninguna festividad (ríete tú del síndrome postvacacional de septiembre), etc. También vivimos días propicios para otear qué nos deparará la actualidad durante los próximos doce meses, echando un vistazo al horizonte como el montañero solitario después de alcanzar la cumbre, escudriñando los recovecos del gran valle que se extiende bajo sus pies para no tener sorpresas desagradables durante la bajada.

La verdad es que 2017 no parece un año especialmente acogedor o ilusionante, empezando por la situación internacional. Dentro de un par de semanas el tupé más famoso de América jurará su cargo en el Mall de Washington, inaugurando una nueva era marcada por el triunfo absoluto del argumento anímico y el mensaje falso pero eficaz (lo que ahora llaman postverdad). Este inquietante panorama se agrava al combinarse con una ofensiva brutal del islamismo radical, cuyos letales efectos en nuestro continente acaban de hacerse notar en Berlín o Estambul (cada vez cuesta más considerar europea a esta gran urbe de la Turquía erdoganiana).

Precisamente, las sacudidas del yihadismo pueden resultar claves en los comicios que se celebrarán próximamente en diversos estados de la UE. Parece que los europeos también somos susceptibles de ser hipnotizados por el nuevo populismo conservador que se extiende por el continente, tal y como quedó demostrado en el referéndum sobre el Brexit con la victoria del embustero Nigel Farage (gran amigo de Donald Trump, por cierto). Puede que este año comencemos a vislumbrar si el sueño europeo revive en medio de la tormenta, o si debemos asumir que la unión política fue sólo un espejismo naíf sin la menor posibilidad de materializarse. Jean-Marie Le Pen en Francia y Frauke Petry en Alemania ya han comenzado a echar paladas de tierra sobre el ataúd que contiene el legado de Adenauer, Monnet, Schuman y Gasperi.

Afortunadamente, en España carecemos de un partido de extrema derecha, probablemente por dos motivos principales: por un lado, porque Podemos ostenta el monopolio del malestar contra el sistema (salvo en el ámbito catalán, donde lo comparte con el independentismo), y por otro, porque el simpatizante ultraconservador se contenta con votar al PP (en cuanto heredero simbólico y electoral de la fraguista AP). Sin embargo, esta positiva carencia no convierte nuestra vida política precisamente en un ejemplo: para empezar, los socialistas saben de dónde vienen pero no tienen ni idea de a dónde van, pendientes de un congreso que difícilmente coserá las heridas abiertas con la defenestración de Pedro Sánchez; por su parte, los círculos de Podemos se han convertido últimamente en un festival de Wrestling, con la diferencia de que aquí los golpes son de verdad; en tercer lugar, Ciudadanos se empeña en mantener una relación sadomasoquista con los populares, aunque todavía no tiene muy claro si lo suyo es dar o recibir; y por último está Mariano Rajoy, que observa desde palacio cómo sus rivales se empeñan en mantenerlo indefinidamente en la Moncloa.

Aunque la cronificación del gobierno popular podría dificultar una solución razonable al conflicto catalán, su exigua mayoría parlamentaria les ha obligado últimamente a adoptar una actitud más dialogante. Sin embargo, esta presunta apertura ha sido respondida por el independentismo con su épica y enésima proclamación de un nuevo año histórico (la fiebre procesista es incompatible con los años de andar por casa). En cualquier caso, si prescindimos del mundo de las soflamas y volvemos al terreno real y tangible, lo verdaderamente trascendente a nivel político es el cambio de referente electoral en el mundo soberanista. Los herederos de Convergencia, recientemente rebautizados con la original sigla PDECAT (una mezcla de plan de emergencia y guerrilla kazaja) ya no saben qué hacer para frenar su sangría en las encuestas. Artur Mas introdujo al partido en un torbellino autodestructivo, y el silencioso Junqueras está recogiendo los frutos. Los líderes exconvergentes están intentando recuperar terreno mostrándose aún más radicales que los republicanos (por ejemplo, respaldando la repugnante utilización política de la Cabalgata de Reyes en Vic) pero la estrategia no parece estar funcionando. Probablemente este año asistamos a la consolidación de ERC como el gran partido aglutinador del soberanismo en Catalunya.

Donde cada vez resulta más difícil encontrar un referente político claro es en Tarragona. La ciudad duerme bajo el mando de un gobierno crepuscular, incapaz de transformar sus buenas intenciones en materia sólida. El rey mago Ballesteros había honrado a sus electores con tres valiosos presentes: oro (una integridad personal fuera de toda duda), incienso (los Jocs Mediterranis que proyectarían la ciudad al mundo) y mirra (una experiencia de gobierno de la que carecían sus adversarios). Hoy el alcalde está siendo investigado por el caso Inipro (un escándalo que amenaza con devorar a sus responsables), los juegos han tenido que ser aplazados por motivos organizativos (un hecho inédito en la historia de las competiciones oficiales), y el acuerdo con Unió y PP ha convertido el equipo de gobierno en una compañía de variedades (apoyándose en el único representante de un partido prácticamente extinto, y en un grupo popular sin el menor peso político tras la marcha de Alejandro Fernández y Jordi Roca). Quo vadis, Tarraco?

Ciertamente, el nuevo año se nos presenta revestido de inquietud e incertidumbre. Aunque sea poco lo que esté en nuestra mano, hagamos lo posible por convertir las amenazas en retos y las encrucijadas en oportunidades. ¡Feliz 2017!

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