Una transición tutelada

Publicado en el Diari de Tarragona el 27 de noviembre de 2016


“Algún día lo sabremos”. ¿Quién no ha pronunciado esta frase alguna vez? Cuando un suceso histórico se desarrolla bajo un cierto velo de opacidad, es frecuente que los ciudadanos desconfíen de las versiones oficiales y aspiren a que la verdad salga a la luz antes de abandonar este mundo. La forma en que esta ocultación decae con el tiempo es en ocasiones reglada (por ejemplo, mediante la desclasificación procedimentada de los secretos oficiales) y otras veces discrecional, como acaba de suceder en España gracias a un simple programa de televisión. Los análisis sincrónicos tienen siempre un carácter provisional, pues se apoyan en la ficción de que conocemos de forma inmediata los acontecimientos que vivimos como sujetos pasivos. La recurrente constatación de que no es así nos obliga a concluir que debemos esperar el paso del tiempo para emitir un juicio más o menos fidedigno sobre la realidad histórica.

La semana pasada La Sexta recuperó y emitió una conversación que Victoria Prego mantuvo hace dos décadas con el expresidente del gobierno Adolfo Suarez. A diferencia de lo que ocurrió en 1995, en esta ocasión pudimos escuchar un fragmento que Antena 3 recortó en su día a petición del propio entrevistado. Por si no lo han escuchado, se lo resumo someramente. La periodista pregunta si la Ley para la Reforma Política de 1976 otorgaba legitimidad a la corona. Suarez contesta afirmativamente, señalando que él mismo introdujo la figura del rey en su articulado por un motivo que no piensa desvelar. En ese momento tapa indisimuladamente el micrófono con la mano, en un infructuoso intento de evitar que sus palabras queden registradas, y sentencia: “La mayor parte de los jefes de gobierno extranjeros me pedían un referéndum sobre monarquía o república. Hicimos encuestas y perdíamos. Entonces yo metí la palabra rey y la palabra monarquía en la ley, y así dije que ya había sido sometido a referéndum”.

De esta confesión podemos extraer, como mínimo, dos conclusiones. La primera es que en aquella época todavía había quien se creía las encuestas. Y la segunda es que la transición española fue un proceso predefinido por las élites tardofranquistas que sólo respondió de forma parcial a la voluntad efectiva de los ciudadanos. Habrá quien considere que la actitud de Suarez fue la propia de un estadista con los pies en el suelo y visión de futuro, y también quien sostenga que el entonces presidente burló intencionadamente los deseos mayoritarios de la ciudadanía en un injustificable acto de usurpación de la soberanía popular. Para gustos están los colores.

Hasta hoy sabíamos que el ruido de sables efectivamente mediatizó el nacimiento del nuevo sistema político, pues algunos responsables de la reforma ya reconocieron hace años que algunos temas fueron tratados en su día de puntillas para no molestar a un ejército todavía muy poderoso. Desde esta semana conocemos además que no fueron sólo los militares quienes ejercieron una influencia intolerable sobre el actual marco institucional, sino también una clase dirigente que todavía no había pasado por las urnas y que impuso el modelo monárquico pese a saber que no contaba con el respaldo popular mayoritario. Este ejercicio de despotismo ilustrado concluyó con un referéndum, cuyo resultado resultaba perfectamente previsible tratándose de un “todo o nada”.

Es difícil juzgar aquellos hechos con la mentalidad del siglo XXI. Puede que la reinstauración democrática, teniendo en cuenta la inestabilidad de la época, exigiese soportar los vetos del ejército y la imposición de un sistema monárquico sólo preferido por una minoría. Como suele decirse, la política es el arte de lo posible. Adoptar una actitud utópica en aquellos momentos quizás habría desembocado en una involución institucional que habría perpetuado la dictadura. Sin embargo, habrá que reconocer la evidencia de que el modelo constitucional que se ideó durante aquellos años no respetó íntegramente aquello que los ciudadanos habrían escogido si hubiesen sido plenamente libres para decidir su futuro.

Esta constatación puede generar dos tipos de reacciones. Por un lado, cabe rebelarse contra el régimen establecido, negándole la debida legitimidad por carecer ab initio del debido sustento (material, no formal) en la voluntad popular, tal y como reconocen expresamente sus propios artífices. Sin embargo, sospecho que resulta más inteligente decantarse por una actitud constructiva, reclamando una actualización constitucional que responda de forma fiel a la verdadera voluntad actual de los ciudadanos, sin el aliento de ningún militar en la nuca.

Durante los últimos años no es extraño escuchar las soflamas de quienes se niegan a acatar la Constitución porque en la época en que se votó todavía llevaban pantalón corto (como fue mi caso, por cierto). Apuesto a que este disparate argumental triunfaría en los programas de humor de nuestros vecinos occidentales, cuyas constituciones superan en ocasiones el siglo de antigüedad (incluso dos, como en el caso norteamericano, holandés o noruego). Sin embargo, hay que reconocer que resulta difícilmente justificable que nuestra Carta Magna, pese a padecer un nacimiento tan heterodoxo como el relatado, sea actualmente el texto constitucional menos reformado de Europa.

Las normas deben caminar de la mano de la realidad, no refrenarla. Sin embargo, viejos miedos históricos han llevado a nuestra clase política a intentar preservar intacta nuestra Constitución, aunque sospecho que sólo están consiguiendo momificarla. Si queremos que las nuevas generaciones se sientan integradas en el sistema político será imprescindible mestizar su articulado con las nuevas sensibilidades, superar las barreras que resultaron infranqueables durante la transición, y acometer los cambios que la experiencia ha demostrado ineludibles. Ya va siendo hora de abrir las ventanas.

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