Sólo tenía doce años

Publicado en el Diari de Tarragona el 5 de noviembre de 2016


El pasado fin de semana un grupo de escolares de San Martín de la Vega se reunió para celebrar la fiesta de Halloween en un parque de este pequeño pueblo madrileño. Eran compañeros de primer curso de ESO en el instituto Anselmo Lorenzo. Entre todos consiguieron varias botellas de ron y vodka, probablemente a través de un adulto, y se dirigieron a un descampado donde los jóvenes de la zona suelen hacer botellón. El plan era sencillo: beber, beber y beber. Al principio todo eran risas y bromas. Sin embargo, a medida que las botellas se fueron vaciando, una niña comenzó a sentirse mal. Eran las once de la noche cuando su cuerpo dijo basta, desplomándose sobre la hierba en estado de inconsciencia. Sus amigos, asustados, no se atrevieron a llamar al 112 por miedo a que les multaran. Intentaron reanimarla, pero al ver que no reaccionaba decidieron llevarla en un carrito de supermercado hasta el centro de salud de la localidad. Una vez diagnosticada la grave intoxicación etílica, la niña fue trasladada al hospital Doce de Octubre, pero los médicos ya no pudieron hacer nada por ella. El pasado martes, tras permanecer tres días en coma, falleció.

La policía ha abierto una investigación sobre lo sucedido. Es lo procedente, aunque resulta hipócrita escandalizarse por el efecto previsible de un fenómeno habitualmente tolerado, por mucho que la letra de la ley lo prohíba taxativamente. Alguno podrá pensar que este luctuoso episodio es un supuesto extraordinario, atendiendo a la edad de la fallecida. Nada más lejos de la realidad. Según se desprende de la última encuesta Estudes, dependiente del Ministerio del Interior, los adolescentes españoles se inician en el consumo de alcohol a la edad de trece años. En consecuencia, nos encontramos ante un caso que encaja perfectamente dentro de una horquilla habitual. Tal y como señala Elena Martín, adjunta al delegado del Plan Nacional sobre Drogas, “el consumo de alcohol entre menores no se ha conseguido reducir en la última década porque la percepción del riesgo sigue siendo baja. Del mismo modo, también continúa siendo elevada la disponibilidad del producto para los menores. Algo estamos haciendo muy mal como sociedad cuando una niña de sólo doce años muere por ingesta de alcohol".

Desde luego, a diferencia de lo que sucede en otras ocasiones, lo sucedido no puede achacarse en absoluto a una falta de previsión legislativa. La ley 5/2002 de 27 de junio de la Comunidad de Madrid, sobre Drogodependencias y otros Trastornos Adictivos, prevé multas de hasta 600.000 euros para quien venda o facilite alcohol a menores de edad. Ahora bien, ¿alguien cree honestamente que esta norma se hace cumplir? Si así fuera, teniendo en cuenta que cada fin de semana decenas de miles de adolescentes se emborrachan en los locales y parques madrileños, supongo que los ingresos públicos por este concepto deberían ser la envidia del ministro de finanzas catarí. No pongo en duda que la lucha contra el alcoholismo adolescente requiera el establecimiento de una normativa severa, aunque probablemente resulte aún más imprescindible que esta legislación sea efectivamente aplicada. Y, sobre todo, tenemos pendiente un enorme esfuerzo colectivo de concienciación ante un problema de una gravedad incontestable.

Me viene a la memoria una imagen que contemplé durante la madrugada del pasado 23 de septiembre en las calles de Tarragona. Disfrutábamos de un agradable paseo nocturno en plena Santa Tecla, recorriendo las plazas más animadas del centro de la ciudad: Sedassos, Font, Verdaguer… Sin embargo, al llegar a la Rambla Nova nos encontramos un espectáculo ciertamente preocupante: varios grupos de adolescentes, todavía muy lejos de la mayoría de edad, exteriorizaban eufóricamente unas borracheras de campeonato sin el menor reparo. Llamaban especialmente la atención unas chicas (dudo que llegasen a los catorce o quince años) que emitían unos gritos ininteligibles, mientras mostraban serios problemas para caminar en línea recta. Lo más sorprendente no fue este hecho en sí mismo (supongo que todos hemos bebido más de la cuenta en alguna ocasión, incluso sin tener edad para ello) sino el gesto rutinario con que contemplaban la escena los transeúntes que caminaban a su alrededor, como la vaca que ve pasar el tren. Se palpaba en el ambiente una sensación de normalidad ante la visión de unos menores atentando contra la ley y contra su salud, con total desinhibición, en plena vía pública.

Por otro lado, es difícil comprender que en la época de la leche sin lactosa, los quesos desnatados, los yogures con Bífidus y los cereales con fibra, esa preocupación casi obsesiva por la salud no haya tenido el más mínimo impacto sobre el consumo abusivo de alcohol entre los jóvenes. Encender un cigarrillo equivale a invadir Polonia, pero emborracharse el viernes parece totalmente inocuo. De hecho, los especialistas alertan sobre la generalización de un modelo de diversión nocturna en el que la ingesta de sustancias etílicas ha dejado de ser un componente de la fiesta para convertirse en su eje vertebrador.

Supongo que esta paradoja es fruto de la confluencia de diversos factores: la escasa oferta de diversión saludable para los menores que inician su emancipación lúdica, el creciente miedo de muchos padres a censurar determinados comportamientos de sus hijos (el “no es no” también ha sucumbido a nivel familiar), la absurda tendencia a adelantar drásticamente la edad a la que consideramos concluida la infancia o la adolescencia, etc. Un origen tan poliédrico convierte la vía represiva en un recurso necesario pero no suficiente para revertir la tendencia. Será imprescindible suscitar una reflexión colectiva en profundidad que nos conduzca a soluciones imaginativas y proactivas que pongan el acento en los aspectos vinculados a la pedagogía y la socialización. No hay otro camino.

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