Sociedad de la desinformación

Publicado en el Diari de Tarragona el 24 de enero de 2016


Dos buenos amigos han publicado recientemente sendos artículos en estas páginas que, en cierto modo, abordan un mismo problema. Primero fue Martín Garrido quien trató la cuestión de la autenticidad, como buen notario que es, mediante un análisis brillante y poliédrico en dos entregas. Esta semana le ha tocado a Antoni Jordà, catedrático de Historia del Derecho en la URV, regalarnos un artículo magníficamente documentado donde se desmonta el bulo viral que circula por las redes sociales sobre el juramento que el rey prestaba ante las Cortes catalanas con anterioridad al decreto de Nueva Planta de 1716. 

Verdad, evidencia, verosimilitud, certeza, autenticidad… Todos ellos son términos emparentados pero en modo alguno equivalentes, ni siquiera parecidos. No es lo mismo una afirmación objetiva y materialmente verdadera que la convicción personal sobre la veracidad de dicha manifestación. Igualmente, carece de justificación equiparar la fuerza con que la realidad se muestra en ocasiones indudable para cualquiera que la mera apariencia de verdad o razonabilidad. En el mismo sentido, jamás debe vincularse la trasposición fiel de una aseveración previa con la adecuación de la afirmación originaria a la realidad. Son diferentes planos de un mismo fenómeno que en modo alguno deben confundirse.

En unos tiempos dominados por el imperio del pensamiento hueco y el buen talante, azuzado por el suicida desprecio de nuestras autoridades educativas hacia las humanidades, es lógico que la sociedad tienda progresivamente a la difuminación de estos límites conceptuales. ¿Quién no ha oído hablar de “mi verdad” y “tu verdad”? Este creciente debilitamiento del sentido de lo real favorece también nuestra tendencia a asumir como verdadera cualquier afirmación creíble, especialmente si encaja con nuestro pensamiento y tiende a reforzar nuestras opiniones previas, y no digamos ya cuando confirmar su veracidad supondría un esfuerzo considerable. Renunciamos a la verdad por la miserable certeza que se deriva de la verosimilitud y la pereza. Basta con escuchar a cinco dirigentes de distintos partidos o leer cinco periódicos de diferentes grupos editoriales para atisbar hasta qué punto el concepto de verdad cotiza a la baja en la época que nos ha tocado vivir. Numerosos creadores de opinión retuercen la realidad no sólo porque les beneficia ideológicamente, sino sobre todo porque son conscientes de que pocos destinatarios de sus presuntas informaciones se tomarán la molestia de contrastarlas.

Este fenómeno, del que todos somos víctimas e incluso cómplices, resulta especialmente nocivo en una era caracterizada por la circulación de información al por mayor. El problema está alcanzando tal magnitud que el mismísimo Tim Berners, padre de la World Wide Web, ha creado una fundación que tiene entre sus objetivos estudiar la fiabilidad de los contenidos que circulan por su criatura. Supongo que no soy el único que ha recibido insistentes noticias sobre la muerte de Macaulay Culkin, declaraciones inventadas del papa Francisco en las que pone patas arriba la doctrina católica, una fotografía de un adolescente neonazi identificado erróneamente como Albert Rivera, la imagen del expresidente uruguayo José Mújica en una falsa sala de espera hospitalaria, ocurrencias de webs humorísticas que algunos ingenuos toman como ciertas, etc. Pensemos en la televisión colombiana que emitió una noticia de El Mundo Today sobre el presunto deseo de la infanta Elena de ser imputada como su hermana, los periódicos deportivos que reprodujeron el falso rumor sobre el reciente graduado escolar de Sergio Ramos, y al diputado Toni Cantó tragándose la broma sobre el directivo de Vodafone que anunciaba sus tarifas entre lágrimas. No es el primer político (ni será el último, me temo) que haga el ridículo por fiarse de la red.

La tendencia actual a mezclar sin ningún rubor la información con la invención (sea ésta fruto de la intoxicación, la rumorología o el humor) deja en una posición ciertamente delicada a quienes aún no han aterrizado en el nuevo siglo. A primeros de año tuve la ocasión de escuchar un programa de radio, mientras conducía, en el que un locutor se hacía pasar por Emilio Butragueño y llamaba al presidente colombiano, Juan Manuel Santos, para comentar los problemas policiales del jugador madridista James Rodríguez. El dignatario sudamericano se puso personalmente al teléfono sin percatarse del engaño y mantuvo una larga charla que fue emitida en directo (y cuyos derroteros, afortunadamente, no incluyeron ninguna inconveniencia que podría haber provocado un incidente internacional). Algo parecido le ha ocurrido esta semana a Mariano Rajoy, diana de un imitador de Radio Flaixbac que le telefoneó fingiendo ser Carles Puigdemont. Lo cierto es que a lo largo de la conversación el inquilino de la Moncloa mostró un perfil cordial y propicio al diálogo que habla muy bien de él, de modo que paradójicamente la falsedad del locutor terminó desmontando una falsedad sobre su víctima. Como se demostró en Pontevedra tras el lamentable gancho de izquierda, para este presidente no hay nunca mal que por bien no venga.

Siempre ha existido un conflicto entre lo verídico y lo ficticio, pero jamás nos hemos sentido tan vulnerables ante sus efectos. Si dos gobiernos nacionales no han podido diferenciar una llamada protocolaria de una trampa humorística, imaginemos la posición de extrema debilidad en que nos encontramos los ciudadanos para distinguir lo real de lo falso. Una sociedad incapaz de implantar mecanismos de control que garanticen la fiabilidad de sus canales habituales de información está abocada a convertirse en un amasijo de necios ingenuos que se lo creerán todo y desconfiados conspiranoicos que no se creerán nada. La democracia es una parodia de sí misma en las sociedades desinformadas, y no hay mayor desinformación que una avalancha de información dudosa. Tenemos mal pronóstico.

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