Guns and roses

Publicado en el Diari de Tarragona el 10 de enero de 2016


Los Reyes Magos han ampliado este año los límites geográficos de su gira habitual, obsequiando a la sociedad norteamericana con un regalo inmaterial de valor incalculable. Parece que por fin un presidente de los EEUU está decidido a dar un puñetazo en la mesa Resolute para limitar las perniciosas consecuencias de la Segunda Enmienda de la Constitución de 1787. Las lágrimas de Barack Obama al presentar su proyecto sobre control de armas, acompañado por un nutrido grupo de familiares de víctimas, han dado la vuelta al mundo.

Efectivamente, la llamativa regulación estadounidense sobre esta cuestión viene determinada por la disposición legal antes mencionada: "siendo una milicia bien regulada necesaria para la seguridad de un estado libre, el derecho del pueblo a tener y portar armas no será vulnerado". Las posibilidades de limitar esta libertad individual han sido objeto de amplia discusión jurídica y mediática, aunque el Tribunal Supremo norteamericano pareció zanjar el asunto de fondo en 2010 cuando dictaminó la inconstitucionalidad de cualquier norma que restringiera este derecho. Sin embargo, los estragos derivados de esta legislación arcaica han movilizado durante las últimas décadas a millones de ciudadanos para minimizar sus infaustos efectos.

Para hacernos una correcta composición de lugar sobre la envergadura del problema conviene poner sobre el tapete un par de cifras. Primer dato: en Estados Unidos existen actualmente 270 millones de armas de fuego en manos de particulares, según reconocía The New York Times en su editorial del pasado 17 de diciembre. Ningún otro país del planeta dispone de más armas per cápita. Segundo dato: más de 30.000 civiles estadounidenses mueren cada año por arma de fuego. Son cifras propias de un conflicto bélico y no de una sociedad normalizada, cuya verdadera dimensión queda en evidencia al compararlas, por ejemplo, con las 158 víctimas anuales alemanas o las 11 japonesas.

El lobby armamentístico ha intentado desvincular ambas cuestiones desde hace décadas, objetando que la alta siniestralidad norteamericana no se deriva de la proliferación de armas privadas sino de otro tipo de circunstancias: baja densidad de población, dispersión urbanística, factores históricos... Esta clase de argumentaciones quedan en evidencia cuando se analiza la situación de países con una idiosincrasia semejante. Pensemos en Canadá, una nación con un modelo demográfico y unos antecedentes históricos similares, cuyo índice de homicidios per cápita es diez veces menor que el de su vecino del sur. Demoledor.

La sociedad civil de los EEUU, un país donde existen más armerías que gasolineras, lleva décadas asistiendo entumecida a una interminable secuencia de matanzas indiscriminadas: veintidós clientes asesinados en un restaurante de la localidad tejana de Killeen (1991), doce alumnos y una profesora acribillados en una escuela de Columbine (1999), doce personas tiroteadas por un trabajador bursátil en Atlanta (1999), nueve viandantes fallecidos a manos de un adolescente armado en Red Lake (2005), treinta y dos víctimas exterminadas por un estudiante en la Universidad Virginia Tech (2007), nueve invitados abatidos por un hombre disfrazado de Papá Noel durante una fiesta en Covina (2008), trece soldados muertos a manos de un médico militar en la base de Fort Hood (2009), ocho empleados acribillados por un compañero de trabajo de Connecticut (2010), ocho fallecidos por disparos tras una disputa conyugal en Seal Beach (2010), catorce personas asesinadas durante un estreno de Batman VI en Aurora (2012), veinte niños y seis adultos exterminados en una escuela de primaria de Sandy Hook (2012), seis muertos en un centro de enseñanza superior de Santa Mónica (2013), siete transeúntes disparados por un joven en Isla Vista (2014), catorce caídos recientemente en San Bernardino (2015)…

Merece la pena echar un vistazo (o volver a echárselo) al notable documental sobre esta cuestión que Michael Moore dirigió y protagonizó en 2002. “Bowling for Columbine” analiza en clave tragicómica las consecuencias de la generalización de las armas de fuego en Estados Unidos, preguntándose por qué un país civilizado y próspero se muestra incapaz de atajar una sangría que cada dos años mata más norteamericanos que toda la guerra de Vietnam. Esta interesante investigación (que obtuvo el Oscar al mejor documental, entre otros muchos reconocimientos) sostiene que la clave de este drama probablemente sea el miedo estructural en que vive instalada gran parte de la sociedad norteamericana, directamente vinculado a un letal círculo vicioso: los ciudadanos viven atemorizados por los elevados índices de delincuencia, y por ello reclaman su libertad para defenderse mediante el uso de las armas, una flexibilidad legal que facilita el reaprovisionamiento de los propios criminales, lo que aumenta inevitablemente la sensación de inseguridad. Y vuelta a empezar. Aunque desde nuestra óptica esta dinámica pueda parecer absurda, el miedo puede ofuscar a una sociedad aparentemente madura hasta límites inimaginables, un fenómeno del que no somos completamente ajenos.

Hace tiempo que Europa dejó atrás los felices años noventa, cuando los occidentales habíamos superado ya los terrores alimentados por la extinta Guerra Fría pero todavía no habíamos interiorizado el pavor a la nueva amenaza yihadista. Hoy nuestro continente es un lugar crecientemente inseguro, y aunque es improbable que los europeos metabolicemos estos temores en clave autoarmamentística, cabe el riesgo de entregar un cheque en blanco a nuestras autoridades que luego sea difícil de revertir. Si nos dejamos llevar por el miedo, los bellos mantos de rosas que los ciudadanos depositaron junto a la discoteca Bataclan pueden convertirse paradójicamente en el preludio de un modelo político y social manifiestamente opresivo. Es indudable que nuestras legislaciones deben ser revisadas y reforzadas para protegernos eficazmente, pero también debemos mantenernos vigilantes si no queremos que el remedio sea peor que la enfermedad.

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