El árbol y el bosque


Publicado en el Diari de Tarragona el 9 de diciembre de 2012



Por si el ambiente político no estuviese ya suficientemente caldeado a nivel territorial, el pasado lunes José Ignacio Wert no tuvo una mejor ocurrencia que echar más leña al fuego con un proyecto de reforma educativa que ha hecho saltar todas las alarmas del catalanismo. El primer borrador presentado por el ministro no sólo ponía patas arriba el modelo lingüístico implantado por la Generalitat con un amplísimo respaldo político y ciudadano, sino que entraba como un elefante en una cacharrería convirtiendo el catalán en una especialidad, es decir, una asignatura optativa que podría eludirse para obtener la ESO. Aunque todo apunta a que finalmente las lenguas cooficiales terminarán siendo troncales, el incendio ya estaba servido y el pirómano mayor del gobierno Rajoy lograba convertirse en el enemigo público número uno para la práctica totalidad de organizaciones políticas, educativas y sindicales de Catalunya. Definitivamente, lo que parece casi imposible de lograr (poner de acuerdo a casi todos los catalanes) este ministro lo consigue con sólo abrir la boca. Un genio.

Antes de nada, conviene recordar algo que debería resultar obvio en una democracia normalizada: el modelo educativo vigente en Catalunya no es un dogma de fe, sino un sistema que cualquier ciudadano debería poder cuestionar libremente sin convertirse automáticamente en un facha centralista y retrógrado. En ese sentido, considero completamente fuera de lugar la redacción de la convocatoria que se difundió el pasado martes para manifestarse frente a la sede del PP de Tarragona, en la que se tildaba a Alejandro Fernández de “genocida” y se hacía un llamamiento a hacerle “la vida imposible”. Puede que la airada reacción del diputado popular en las redes sociales no fuera la idónea, incluso tratándose de un dirigente políticamente incorrecto como él. Sin embargo, no hace falta ser un maestro de la empatía para ponerse en la piel de quien recibe insultos y amenazas de este calibre. Por el bien de todos, creo que deberíamos evitar determinado grado de violencia verbal en las soflamas políticas, muy del gusto de alguna formación de reciente creación, que recuerda a un inquietante modelo de activismo afortunadamente superado.

Sobre el fondo de la cuestión, todos compartimos que el conflicto lingüístico es más político que social. La inmensa mayoría de los alumnos catalanes concluye sus estudios con un nivel razonable de castellano (al menos homologable a las comunidades monolingües, es decir, igual de mediocre). En ese sentido, la realidad demuestra la equivocación de quienes afirman que el modelo vigente impide de facto el correcto aprendizaje del castellano. Por otro lado, resulta igualmente ridículo defender que el catalán peligraría si se permitiese que el castellano estuviese presente en las aulas en una proporción más acorde a la realidad social (actualmente, dos testimoniales horas a la semana), una posibilidad que además enterraría con gran parte de los conflictos que la inmersión ha provocado en los últimos años. En este tema -como en tantos otros- los extremos acaban tocándose, y al igual que ha sucedido con el debate territorial, los radicalismos excluyentes y retroalimentados parecen estar logrando apoderarse del debate. En mi opinión (que conlleva habitualmente recibir tortas de todos lados) tan absurdo resulta menospreciar la necesaria y legítima discriminación positiva del catalán por su clara desventaja demográfica, como alimentar una sublevación popular ante la mera posibilidad de impartir una tercera hora semanal de castellano a nuestros estudiantes. ¿No podríamos dejar de utilizar políticamente la lengua?

En cualquier caso, el escándalo organizado por el ministro de Educación a cuenta de los idiomas cooficiales (irresponsable, inoportuno y globosondista) ha regalado un impagable balón de oxígeno a un Govern sumido en sus horas más bajas, y ha disparado las apuestas a favor de un nuevo ejecutivo de coalición soberanista. Pero esto es lo de menos. El gran problema es que el estruendo de la bomba lingüística detonada por Wert ha silenciado los gemidos de nuestro precario sistema educativo. Vivimos tan obsesionados con nuestros conflictos de bajura que centramos el debate en saber si los niños de Villarriba saben más o menos que los de Villabajo, sin caer en la cuenta de que todos ellos padecen una formación infinitamente peor que los jóvenes finlandeses o canadienses. El idioma es importante, sin duda, pero la cuestión nuclear es la formación que se imparte a través de él. Lamentablemente, el árbol identitario de unos y otros entorpece la visión del bosque global.

¿Debe dimitir el ministro de Educación? En mi opinión, por supuesto, pero no por la subida del IVA cultural, ni por los recortes educativos, ni por sus habitualmente torpes declaraciones, ni siquiera por haber liado la parda con las lenguas cooficiales. José Ignacio Wert, un tipo llamativamente lúcido hasta dar el salto a la política, debe dimitir porque ha demostrado su incapacidad para comprender que sólo una normativa educativa consensuada puede encaminarnos con pie firme hacia la excelencia en la formación de las futuras generaciones. Los paseos militares de Cañete pueden ser suficientes para la toma de decisiones puntuales, pero no para implantar las bases de un modelo que debería sobrevivir a las mayorías parlamentarias. Si la reforma educativa no comienza a reelaborarse desde cero, negociando su contenido con el resto de formaciones políticas y organizaciones implicadas, su esperanza de vida apenas alcanzará un par de lustros en el mejor de los casos. Y ese plazo, tratándose de educación, apenas es un instante.

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