Welcome to Britaly


Publicado en el Diari de Tarragona el 23 de octubre de 2022


Si me permiten la autorreferencia, hace escasas semanas publiqué en estas mismas páginas un artículo sobre el poder que hemos depositado en los grandes grupos de comunicación a la hora de fijar el ámbito de interés informativo de la ciudadanía, otorgándoles la capacidad para dictar unilateralmente la frontera entre lo que es relevante y lo que carece de trascendencia. Esta potestad decisoria no suele ejercerse de forma arbitraria, lógicamente, pero a veces crea una cierta distorsión entre lo que impacta en la vida de las personas y lo que de hecho les preocupa. Algo así ha sucedido estas últimas semanas con la crisis financiera británica, un desapercibido pero gravísimo episodio que debería invitarnos a remojar nuestras barbas, y que ha barrido de un plumazo uno de los liderazgos más efímeros que se recuerdan más allá del Canal.

Por resumir brevemente la secuencia de acontecimientos que han vuelto a dejar vacío el número 10 de Downing Street, todo comenzó poco después de la llegada al poder de Liz Truss, a principios de septiembre. La nueva primera ministra quiso dar un golpe de efecto nada más incorporarse a su nuevo puesto, entrando en el complejo jardín económico como un elefante en una cacharrería. En opinión de muchos, sustituyó a responsables clave del ámbito financiero de forma atropellada e imprudente, y anunció un controvertido plan de rebajas de impuestos poco creíble. Las cuentas públicas británicas parecían no cuadrar (algunos analistas calcularon un agujero fiscal de 70.000 millones de euros), y los inversores comenzaron a ponerse nerviosos, provocando el inmediato desplome de la libra esterlina y de los bonos.

Para hacernos una idea del descalabro, el interés 'gilt' (el bono a diez años del Reino Unido) pasó del 2,8% al 4,5% en menos de un mes, evidenciando la desconfianza que generaba el ejecutivo en los foros económicos. Estos datos pueden parecer cifras abstractas y ajenas a la realidad de la calle, pero determinan la capacidad de los gobiernos para captar financiación, y en último término, para sufragar los servicios públicos. Todos recordamos los terremotos vividos en nuestro entorno por la dichosa prima de riesgo, y los efectos que tuvo sobre nuestra vida colectiva. En el caso británico, estas turbulencias han coincidido en el tiempo con un contexto productivo preocupante. Por aportar algunos datos, el PIB del Reino Unido se contrajo un 0,3% en agosto, arrastra la mayor inflación del G7, y el número de empresas quebradas superon las cinco mil durante el segundo trimestre, la peor cifra de los últimos trece años, fundamentalmente por culpa de los precios de la energía, el coste de las materias primas y las interrupciones en las cadenas de suministro.

Para frenar el colapso financiero, el Banco de Inglaterra anunció un rescate 'Whatever it takes' pero de carácter limitado, pues este programa de compra de bonos tenía un techo de 65.000 millones de libras durante un periodo de trece días. De hecho, algunos sospechan que esta contención buscaba precisamente la caída de un gobierno en el que ya nadie confiaba, pero aparentando cierto respaldo formal. Aunque el ejecutivo renunció finalmente a su plan fiscal, el deterioro de su credibilidad era ya imparable, y la incertidumbre se había instalado de forma definitiva en el 'shadow banking', o banca en la sombra, integrada por actores financieros no bancarios como los fondos de cobertura. Y es básicamente este itinerario, junto con la salida de los ministros Kwasi Kwarteng y Suella Braverman, lo que ha terminado obligando a Liz Truss a dimitir.

La prematura caída en desgracia de la primera ministra contrasta con los dilatados liderazgos a los que nos tuvieron acostumbrados los británicos durante décadas (pensemos en la conservadora Margaret Thatcher o el laborista Tony Blair), inmersos en un torbellino que no cesa desde que decidieron abandonar la Unión Europea. El involuntario y torpe promotor del Brexit, David Cameron, aguantó en el poder un solo mes tras aquel referéndum (de junio a julio de 2016). Su sucesora, Theresa May, apenas permaneció tres años el frente del ejecutivo (13/07/16 a 24/07/19). Exactamente lo mismo duró el histriónico Boris Johnson (24/07/19 a 6/09/22), quien ahora amenaza con volver. Lo de Liz Truss ya es para nota: ha sobrevivido cuarenta y cinco días. Es decir, que incluyendo al inminente sucesor, el Reino Unido tendrá cinco primeros ministros en seis años.

Ciertamente, si nos pidieran a cualquiera de nosotros que respondiésemos a botepronto qué países europeos lideran el campeonato de la inestabilidad política, apuesto a que la inmensa mayoría habríamos señalado a los italianos y a los belgas. Sin embargo, viendo el panorama del último lustro, parece evidente que los británicos ganan esta inquietante y bochornosa competición por goleada. De hecho, la última portada de The Economist tiene por título ‘Welcome to Britaly’.

Retomando la reflexión inicial, algunos se preguntarán qué tiene que ver todo esto con nosotros. Pues mucho, me temo, y por dos motivos. Para empezar, porque pone en valor la importancia de vivir bajo el paraguas europeo, que otorga un mínimo de estabilidad, fiabilidad y credibilidad a los países miembros por el mero hecho de serlo. Como decían los propios ingleses, pero en este caso refiriéndose al referéndum de Escocia, ‘Better Together’. Y este punto no es baladí, teniendo en cuenta que recientemente estuvimos escuchando a algunos insensatos de cercanías despreciando la continuidad en la UE, si dicha pertenencia dificultaba su travesía hacia la emancipación nacional. En segundo lugar, si el marmóreo sistema financiero británico ha estado a punto de estallar por hacer trampas al solitario en materia presupuestaria, imaginen qué podría suceder en nuestro entorno con unas cuentas calculadas ‘mediterráneamente’. La desconfianza financiera es una epidemia de contagio rápido.

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