Pastoreo emocional


Publicado en el Diari de Tarragona el 25 de septiembre de 2022


Vladimir Putin pronunció el pasado miércoles un discurso a la nación que sólo puede interpretarse como el reconocimiento indeseado de un fracaso clamoroso en su intento de invadir Ucrania por la puerta grande. Las tropas rusas han sufrido una serie de reveses brutales durante las últimas semanas, y el sátrapa de San Petersburgo no ha tenido más remedio que admitir que su operación especial es en realidad una auténtica guerra… que está perdiendo. Y se está quedando solo, como quedó evidenciado durante la reciente cumbre de Samarcanda, con el reproche directo del primer ministro indio, Narendra Modi, y la negativa a implicarse de ninguna manera en la contienda del líder chino, Xi Jinping​.

Según afirman algunos expertos, una de las claves que explica la desbandada rusa de los territorios previamente conquistados por Moscú reside en el reciente suministro norteamericano de dieciséis unidades Himars al ejército ucraniano. En el fondo, este ‘Sistema de Cohetes de Artillería de Alta Movilidad’ no es más que un camión que lanza misiles guiados por GPS a casi cien kilómetros. Son muchas las ventajas competitivas que ofrece esta tecnología, a años luz de la rusa. Por un lado, su sencillez, pues el conductor sólo debe situar la lanzadera en una dirección aproximada al objetivo y encender el dispositivo, siendo la base quien marca el punto de impacto por geolocalización. En segundo lugar, su eficacia instantánea, con un 99,9% de acierto en el primer lanzamiento, sin necesidad de enviar indiscretos proyectiles de prueba, como sucedía con los obuses tradicionales. Y, por último, precisamente por ello, su invisibilidad, puesto que los Himars abandonan el lugar de lanzamiento inmediatamente, antes de que el enemigo detecte la aproximación del primer misil. Gracias a este sistema, las autoridades de Kiev han barrido del mapa numerosas instalaciones clave de los rusos, como centros de comunicaciones, depósitos logísticos. etc.

Aunque el colapso del ataque ruso ya es inocultable, hace meses que el desarrollo de la invasión se parece muy poco a la estrategia planificada inicialmente en los despachos moscovitas. Aun así, hasta ahora (veremos qué pasa con la llamada masiva a filas) la popularidad de su presidente seguía por las nubes, y gran parte de sus conciudadanos se enorgullecía de una operación militar manifiestamente fallida, creyendo el discurso triunfal del Kremlin. Aunque este entusiasmo popular está íntimamente vinculado a la autoceguera que frecuentemente provoca entre las masas el patriotismo exacerbado, no deberíamos olvidar otro factor esencial que explica este delirio colectivo: el férreo control que el régimen de Vladimir Putin lleva años ejerciendo sobre los medios de comunicación del país.

Ciertamente, aunque la consecuencia directa de este dirigismo suele moverse en el terreno del conocimiento, no es menos relevante el poder sobre las emociones que también lleva aparejado. En efecto, son los hechos que conocemos (ya sean auténticos o falsos) los que provocan que nos alegremos o nos entristezcamos, nos entusiasmemos o nos deprimamos, nos motivemos o nos desmoralicemos. Y la constatación de que el estado emocional de todo un país puede depender de la voluntad de un pequeño grupo de personas demuestra el enorme y pavoroso poder que otorga el control de la información. Hace tiempo que esta realidad, concretada en los espectaculares índices de apoyo a Putin, es ampliamente comentada en occidente, considerándola uno de los muchos destrozos que suelen provocar los sistemas totalitarios en las sociedades que intentan dirigir, como el pastor que conduce a sus ovejas. Sin embargo, poniendo por delante todas las salvedades que quieran, puede que nosotros tampoco estemos tan lejos de esta dinámica, adaptada a un contexto obviamente diferente.

Esta semana estaba desayunando, en una cafetería de la Rambla Nova, con un viejo amigo periodista, cuyos artículos en estas páginas hace tiempo que echo de menos. Después de arreglar el mundo, como es nuestra recurrente costumbre, llegó el momento de la despedida. Y mientras esperábamos la cuenta, me dijo: “Por cierto, hoy se cumple justo un año desde la erupción”. Me quedé pensativo, con cara perdida, durante unos segundos. “¡Ostras, el volcán de la Palma!”. Hacía tiempo que no recordaba aquel episodio, que nos tuvo pegados al televisor durante meses, con los ojos como platos y los corazones encogidos. Todos sufrimos como propia la angustia de los habitantes de la isla, mientras veían cómo sus vidas, tal y como las conocían, quedaban engullidas por la lava.

Pero llegó un día en que un pequeño grupo de personas, probablemente desde un amplio despacho minimalista con fabulosas vistas al skyline de Madrid o Barcelona, concluyeron que aquello ya no era noticia, ejerciendo despóticamente su poder para decidir lo que debemos saber y lo que debemos sentir. Y ya no supimos más sobre la velocidad a la que avanzaba aquella lengua incandescente, ni sobre los planes de reconstrucción de aquellos pueblecitos devorados por el magma, ni sobre el modo en que aquellas familias arruinadas se ganarían la vida a partir de ese momento. De un día para otro, cortaron el flujo de información, que para entonces ya se consideraba amortizada de cara a los índices de audiencia, y apenas un mes después ya nos importaban un pimiento los bomberos, los palmeros y sus plataneros.

A la vista de este ejemplo tan cercano de dirigismo cognoscitivo y sentimental, quizás no sean tan desastrosas la atomización y la descentralización de los canales de información que están favorecido las nuevas tecnologías de forma creciente. Este fenómeno acarrea peligros obvios y severos (fake news, amateurismo, algoritmos de reafirmación y radicalización, etc.), que deben ser obviamente detectados, prevenidos y combatidos. Aun así, sinceramente, quizás sea preferible correr este riesgo, antes que vernos pastoreados emocionalmente por media docena de vendedores de noticias.

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