El rostro de los años y las voces de la vida


Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de octubre de 2021


Coincidiendo con el cambio de milenio, el incombustible Clint Eastwood protagonizó, dirigió y produjo una película que aparentemente podría pasar por una nueva cinta del espacio, pero que en realidad analiza y desnuda nuestro modelo de roles intergeneracional: Space Cowboys. La trama arranca con un viejo satélite soviético que amenaza con precipitarse sobre la Tierra. La NASA recurre a la ayuda de un especialista jubilado, Frank Corvin, quien conoce perfectamente la tecnología en que se basa el artefacto abandonado, para que entrene a los astronautas que realizarán la misión. Sin embargo, este coronel retirado sostiene que no hay tiempo para ello, y convence a las autoridades para viajar al espacio con su antiguo equipo (Tommy Lee Jones, Donald Sutherland y James Garner), con la colaboración de un par de jóvenes que inicialmente desprecian y se mofan de las habilidades del anciano cuarteto. Sin embargo, a medida que avanza el proyecto, van descubriendo y reconociendo el valor que sólo la experiencia es capaz de aportar. Pese a no tratarse de una película destacada de Eastwood, lo cierto es que la obra constituye “una sólida y profesional reverencia hacia la vejez”, como escribió el crítico Xan Brooks.

Para colmo, esta cinta ha terminado siendo premonitoria. En efecto, a principios de este verano, el ordenador principal del telescopio espacial Hubble sufrió una avería repentina, sin que el control de Tierra fuera capaz de reactivarlo. Desde su puesta en órbita en 1990, la NASA contaba con una computadora de repuesto, pero los actuales técnicos desconocían la forma de ponerla en marcha. La situación era grave y podía acabar definitivamente con este histórico proyecto científico. El actual jefe del equipo de emergencia del telescopio, Nzinga Toll, se puso en contacto con los expertos que lo idearon en los años ochenta, todos ellos ya retirados, para crear dos unidades de trabajo: una para analizar las causas de fallo y otra para asegurar el éxito de la reactivación. Tras cinco semanas de duro estudio, estos jubilados con casa en Florida y camisas estampadas lograron recuperar felizmente el artefacto que nos ha enviado más de un millón de imágenes de lejanas galaxias durante las últimas tres décadas. El propio Toll ha reconocido que este mes y medio de trabajo conjunto con el grupo de veteranos ha resultado sumamente inspirador para los actuales técnicos de la agencia espacial.

Aunque parezca que no tiene relación, estos días he leído ‘Hacerse el sueco en las antípodas’, un libro de Mark McCrum que me prestó una amiga, donde se analiza comparativamente las especificidades y rarezas en distintas regiones del planeta, y que pretende ser un entretenido manual de ayuda para viajeros poco versados en la idiosincrasia del país que visitan: normas de urbanidad, hábitos exóticos, alimentos habituales, lenguaje no verbal, festividades más señaladas, aspectos religiosos, protocolo empresarial, conversaciones tabú, etc. La obra resulta también interesante desde la perspectiva inversa, porque permite descubrir qué costumbres nuestras son vistas como excéntricas desde la óptica de un anglosajón, o qué platos de la gastronomía ibérica les resultan sencillamente nauseabundos (algún día les contaré la incómoda experiencia que vivió mi padre, cuando decidió invitar a un catedrático de psiquiatría de Los Ángeles a una deliciosa comida en un célebre restaurante de la parte vieja gasteiztarra, echada a perder por culpa de unos txipirones en su tinta).

Descendiendo de las ramas por las que acabo de trepar, tal y como decía, el libro que ha originado esta digresión cuestiona la consolidación de la globalización y aborda el choque de culturas de una forma rigurosa pero desenfadada, incluso humorística. Sin embargo, entre sus páginas podemos descubrir un párrafo ciertamente deprimente para cualquier occidental que lo examine con un mínimo espíritu autocrítico. En el capítulo dedicado a costumbres y actitudes, titulado ‘Jeitinho y nyekulturny’, encontramos un apartado específicamente centrado en las personas mayores, donde puede leerse lo siguiente: “En la mayoría de sociedades fuera de Europa, los ancianos disfrutan de una muy alta consideración y se les trata con un gran respeto. Sólo en el sofisticado Occidente los ancianos están marginados, a pesar de que Europa lidera el mundo en cuanto a legislación contra la discriminación por edad”.

Sin duda, el pintor, viajero y escritor británico da en el clavo. Se nos llena la boca hablando sobre el estado del bienestar en las sociedades inclusivas, pero tenemos arrinconada a una cuarta parte de la población por el mero hecho de haber alcanzado determinada edad (un colectivo, por cierto, que será proporcionalmente mayor a medida que aumente la esperanza de vida). Parece que no les hemos reservado ningún rol en el mundo en que vivimos. En este sentido, limitar la dignificación de los mayores a un mero debate sobre pensiones supone un reduccionismo insultante, pues acota su reconocimiento a lo que fueron y no a lo que son. Deben garantizarse unas jubilaciones dignas, por supuesto, pero resulta igualmente importante el aseguramiento de una dignidad que va más allá de lo material: respeto personal y colectivo, valoración de su perspectiva, reforzamiento de su posición familiar, integración en las nuevas dinámicas sociales y tecnológicas, puesta en valor de su experiencia vital y profesional… Sin ir más lejos, actualmente seguimos recibiendo increíbles imágenes desde el telescopio espacial Hubble gracias a la sabiduría de un grupo de jubilados. Como recomendaba Khalil Gibran, “buscad el consejo de los ancianos, pues sus ojos han visto el rostro de los años y sus oídos han escuchado las voces de la vida”.

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