El gran abrevadero de las diputaciones

Publicado en el Diari de Tarragona el 1 de septiembre de 2019


Imaginémonos, por un momento, que los trabajadores de cada empresa fuéramos quienes decidiésemos unilateralmente nuestras condiciones laborales: horario, sueldo, funciones… Aunque habría casos en los que la responsabilidad se impondría para adoptar modelos razonables, tampoco es difícil imaginar que serían numerosas las compañías que irían directamente a la quiebra por implantar un estatus laboral absolutamente insostenible. Esta quimera es exactamente lo que sucede con la clase política: ellos deciden cuándo trabajan (los períodos inhábiles en el Congreso rivalizan con el calendario de preescolar), definen cuánto van a cobrar (los ‘debates’ sobre el aumento de las retribuciones suelen ser las sesiones más pacíficas de la legislatura), y concretan bajo qué régimen van a desarrollar su labor. Cuentan con la ventaja de disponer de un presupuesto elástico y archimillonario, que garantiza la continuidad indefinida del abrevadero, cobren lo que cobren. 

El único techo que limita este poder omnímodo es el miedo a la indignación popular. Quizás sea éste el motivo por el que los sueldos teóricos de algunos cargos son ciertamente ajustados si los comparamos con nuestros vecinos europeos. Sin embargo, hecha la ley, hecha la trampa. Pensemos, por ejemplo, en los diputados del Congreso que cobran dietas por alojamiento pese a disponer de vivienda en Madrid, o en los infinitos complementos retributivos que aparecen aquí y allá (como los ingresos por sentarse en un sillón de una empresa pública) que terminan configurando un salario global sustancialmente superior a la modesta cifra inicial. 

Desde esta perspectiva, uno de los temas más espinosos a los que se enfrenta nuestro modelo representativo es el régimen de incompatibilidades. Sorprende, por ejemplo, que un alcalde pueda ser diputado en el Parlament o en el Congreso de forma simultánea. ¿Tan poco tiempo requieren cada uno de esos puestos, que permite compatibilizarlos sin problema? Y si es así, ¿por qué un trabajo tan liviano lleva aparejado semejante nivel de ingresos? Una de dos: o bien el cargo de alcalde y el de diputado suponen un empleo completo con todas sus consecuencias (en cuyo caso, debería decretarse su incompatibilidad), o bien se trata de una tarea menor que permite combinarse alegremente (en cuyo caso, deberíamos replantearnos las retribuciones que generan, porque cobrar decenas de miles de euros anuales por acercarse puntualmente a apretar un botón no parece razonable). Para regatear este debate se inventó un concepto que lo soporta todo, la dedicación parcial, obviando que no todo lo que es legal también es ético. 

Tratándose de puestos que teóricamente conllevan una responsabilidad enorme, ¿no sería más lógico que el modelo representativo favoreciera que cada político pudiera centrarse en un único cargo, con dedicación completa y una buena remuneración? La inmensa mayoría de ciudadanos no tenemos tiempo material para combinar nuestros empleos con otros similares, y si los políticos pueden hacerlo es lógico concluir que no conceden a sus diferentes labores la debida dedicación. 

Un supuesto especialmente llamativo es el de nuestros representantes en las diputaciones, elegidos de forma indirecta mediante pactos entre las formaciones políticas. En este caso, no es sólo que estos puestos sean compatibles con la condición de edil municipal, sino que debe ser así necesariamente. No es éste el caso en el sistema foral, donde los diputados provinciales son elegidos por sufragio directo para asumir una responsabilidad con entidad propia. 

Ciertamente, el modelo de las diputaciones de régimen común favorece que estas designaciones sean asumidas por los políticos como una forma de cobrar un sobresueldo a cambio de pasarse de vez en cuando por el Passeig de Sant Antoni para votar lo que toque. De hecho, las luchas internas por hacerse con estos sillones suelen ser frecuentemente encarnizadas. Quizás deberíamos avanzar hacia un modelo con menos cargos, mejor pagados, y desarrollados en exclusiva. La implantación de este nuevo sistema nos permitiría conquistar tres objetivos: atraer el talento hacia la política, acabar con la picaresca de las retribuciones complementarias, e implementar un régimen de incompatibilidades que permita desterrar la batalla por acumular cargos a los que necesariamente no se les dedica una atención plena. 

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