Dime que tengo razón

Publicado en el Diari de Tarragona el 17 de septiembre de 2017


Apuesto a que hubo una primera vez. Un día tuvo usted la inocente ocurrencia de investigar sobre un asunto cualquiera en internet (una ciudad, un producto, una civilización…) y de pronto todas las páginas que visitó a partir de entonces comenzaron a lanzarle propuestas comerciales relacionadas con aquella ingenua búsqueda: un viaje a aquella precisa ciudad, un descuento en aquel preciso producto, un libro sobre aquella precisa civilización... Los que somos de letras tendemos a reaccionar inicialmente con desconcierto ante semejante casualidad, que se convierte después en inquietud paranormal cuando el acoso se intensifica, hasta que finalmente descubrimos que todo forma parte del mismo juego.

Efectivamente, nuestra despreocupada navegación por diversas plataformas digitales permite a sus responsables recoger una cantidad ingente de datos sobre nuestros hábitos y preferencias, un alud de información que debidamente tratada se convierte en una mina virtual de diamantes. Así, esas webs se convierten en sabuesos que señalan la presa a compañías vendedoras o firmas intermediarias, quienes pagan auténticas fortunas por ese servicio. 

Precisamente, esta semana, la Agencia Española de Protección de Datos ha impuesto a Facebook una multa de 1,2 millones de euros por usar sin permiso información privada de sus clientes para fines publicitarios. Aunque puede parecer una cifra importante, esta sanción apenas supone el pago de 0,06 € por usuario, una cantidad ridícula en comparación con los ingresos que Mark Zuckerberg obtiene con el uso de nuestra información personal. Esta desproporción, fruto de la desfasada normativa de 1995, tiene los días contados: el próximo mes de mayo entrará en vigor la nueva legislación comunitaria, con sanciones veinte veces superiores a las actuales (hasta 20 MEUR o el 4% del volumen de negocio de la empresa infractora).

Sin embargo, la matraca comercial indeseada que recibimos a través de la red puede ser el menor de los problemas derivados de este fenómeno. De hecho, el gran debate que está comenzando a gestarse se refiere a la presunta traslación de esta práctica publicitaria al mundo de la información. El asunto parece relativamente inocuo cuando la utilización de este tipo de herramientas se refiere exclusivamente al objeto de las noticias. Así, por ejemplo, quienes muestren interés por la reproducción en cautividad de la chinche africana del murciélago recibirán instantáneamente cualquier novedad que se publique sobre este apasionante tema.

El efecto socialmente pernicioso de estos instrumentos se produce cuando el algoritmo que encasilla a las personas según sus preferencias trasciende el objeto de la noticia para adentrarse en el perfil ideológico del destinatario, buscando favorecer así que el lector potencial se decida a otorgar su click, el dios de la nueva economía. Cuando esto sucede, el usuario comienza a recibir exclusiva o fundamentalmente informaciones que cuadran con sus opiniones, creándose una espiral de momificación mental que desemboca en una sociedad donde cada individuo sólo escucha aquello que desea oír.

Este fenómeno no es nuevo, aunque con matices. En efecto, cuando seleccionamos nuestros canales de información predeterminamos nuestra visión de la realidad, y elegimos precisamente esos medios porque tenemos una concepción previa del mundo, una retroalimentación que nos recuerda la paradoja del huevo y la gallina. Aunque se trata de una decisión libre y respetable, parece evidente que ponemos en grave riesgo nuestra deseable visión poliédrica del mundo cuando optamos por informarnos a través de un perfil monocorde de medios que responde fundamentalmente a nuestras propias opiniones. Supongo que todos tenemos constatación empírica sobre la nula capacidad de autocrítica ideológica que padecen los conservadores, progresistas o independentistas que han rendido pleitesía informativa a los medios conservadores, progresistas o independentistas respectivamente.

Supongo que la mayoría de informadores intentan trabajar honestamente, pero disociar emisor y mensaje en el mundo periodístico resulta tremendamente ingenuo. Por ello, parece razonable defender un menú degustación informativo que sepa combinar platos dulces y amargos, ingredientes de costa e interior, recetas tradicionales y rompedoras, productos locales y de ultramar. Lamentablemente, la aplicación de perfiles ideológicos en la red para difundir noticias “a la carta” camina en la dirección contraria, aniquilando cualquier posibilidad de valorar ecuánimemente las opiniones contrarias a la nuestra, con el agravante de ignorar que estamos recibiendo una versión de parte. Hay quien incluso vincula estos nuevos sistemas con las inesperadas e incomprensibles victorias de Donald Trump y el Brexit.

El avance impune de estas estrategias nos conduce inexorablemente a una sociedad compartimentada en grupos estancos y homogéneos que consideran evidente lo que al resto les parece absurdo (un panorama que comienza a resultarnos familiar). Si queremos preservar la buena salud de nuestras democracias tendremos que permanecer atentos a estos fenómenos.

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