Pasión por discrepar

Publicado en el Diari de Tarragona el 5 de febrero de 2017


El quince de marzo de 2011 una marea de indignados tomó la madrileña Plaza del Sol para exigir una rectificación en el rumbo que había tomado últimamente nuestra democracia. La salvaje crisis económica había supuesto un shock en la conciencia política colectiva, que tuvo como consecuencia positiva un mayor nivel de exigencia popular frente a las clases dirigentes. Las calles pedían mayor transparencia en la labor de gobierno, mayor independencia de los partidos frente a las grandes compañías, mayor contundencia en el control y el castigo de la corrupción, mayor pluralidad y participación en un modelo bipartidista excesivamente rígido, mayor respeto a la división de poderes consagrada en la Constitución, mayor peso de las necesidades sociales en un sistema parlamentario que parecía velar prioritariamente por sus intereses corporativos, etc.

Aquel movimiento fue afianzándose con el paso de los años hasta que sus principales dirigentes llegaron a la conclusión de que el sistema sólo podía cambiarse desde dentro. Así, en febrero de 2014 nacía Podemos como brazo parlamentario de aquella rebelión indignada. Tres meses después se presentaba atropelladamente a las elecciones europeas, convirtiéndose contra todo pronóstico en el cuarto partido más votado. Desde entonces, el desarrollo de esta formación ha pivotado sobre cuatro objetivos fundamentales: consolidar un caladero electoral estable (parece que ya lo han conseguido), despejar las incógnitas sobre el origen de los dudosos fondos que financiaron su alumbramiento (no fue difícil correr un tupido velo sobre este asunto en un contexto parlamentario donde todos tienen mucho que ocultar), fijar un ideario mayoritariamente compartido por sus bases (como diría el mariachi Aznar, están trabajando en ello) y clarificar un modelo de dirección eficaz, tanto desde el punto de vista funcional como nominal, que sustituya a la original gobernanza coral de la formación (con Iglesias hemos topado, querido Sancho).

A pesar de que son muchas las caras conocidas que pueblan los órganos de gobierno de Podemos (Pablo Echenique, Carolina Bescansa, Miguel Urbán, Teresa Rodríguez, Rita Maestre…), lo cierto es que este magma político contó desde un principio con un trío dirigente incuestionable: Iglesias, Errejón y Monedero. El tercer tenor cayó del escenario hace ya un tiempo, y desde entonces la tensión entre los dos supervivientes ha crecido exponencialmente, hasta convertirse en la comidilla de cualquier tertulia política que se precie. Esta misma semana se ha visto a los nuevos Pimpinela discutiendo airadamente en sus escaños de las Cortes, sin mostrar el menor interés por limpiar los trapos sucios en casa. La propuesta lanzada desde diversas instancias moradas para fusionar sendos proyectos ha resultado baldía, y ambos dirigentes terminarán enfrentándose en la inminente asamblea de Vistalegre II. Como decía Tina Turner en la tercera entrega de Mad Max, “dos hombres entran, sólo uno sale”. 

Las tendencias fratricidas en la izquierda española vienen de lejos y sus consecuencias han sido frecuentemente funestas para sus intereses (por ejemplo, las disputas entre socialistas y anarquistas resultaron determinantes en el triunfo de la sublevación franquista). A día de hoy, es difícil imaginar un panorama electoral más alentador para el PP, contemplando el desmadre interno que se vive tanto en Podemos como en el PSOE (otros que tal bailan, con los Juegos del Hambre entre López -la liebre-, Sánchez -el mártir- y Díaz -la sultana-). Mientras tanto, la derecha disfruta de una paz orgánica envidiable, pese a haber sufrido en junio los peores resultados electorales desde hacía décadas. Mariano Rajoy ostenta un poder omnímodo en su partido, derivado del esquema cesarista que Aznar implantó en sus tiempos de gloria, y que le permite gobernar a los suyos con mano de hierro sin necesidad de levantar la voz. Atrás quedaron los convulsos años ochenta, cuando los precursores del actual PP se sumergían en discusiones bizantinas que sólo daban alas a los socialistas. ¿Se acuerdan de la coalición AP/PDP/PL?

Efectivamente, cualquier sistema representativo acarrea un conflicto intrínseco que a veces no es fácil de resolver. Por un lado, resulta indudable la necesidad de agrupar los proyectos próximos en partidos unificados para dar voz institucional a aquellos que tienen ideas semejantes. Pero por otro, la conveniencia de fusionar objetivos no puede obviar la existencia de diferentes corrientes internas que tienen derecho a manifestarse y defenderse. Esta tensión dialéctica entre la concentración y la dispersión tiene una eficaz válvula de escape en los sistemas sin disciplina de voto, donde se permite que las diferentes concepciones que conviven en una organización afloren de forma natural. Lamentablemente, nuestro modelo se encuentra en las antípodas de esta concepción, y como consecuencia de ello la elección de la cúpula directiva de un partido español suele convertirse con frecuencia en un duelo a muerte: los vencedores impondrán una única posición que todos deberán defender, y los perdedores tendrán que pasar por el aro o volverse a su casa.

Llegados a este punto, a nadie debería resultar extraño que un partido recién nacido como Podemos se encuentre inmerso en un duro debate interno como el que venimos observando desde hace varias semanas. Sin embargo, la imagen que se está transmitiendo al electorado es la de unos tipos sentados en la grada de un anfiteatro discutiendo si son el Frente Judaico Popular o el Frente Popular de Judea. O lo que es peor, peleando por cuotas de poder para determinar quién será el único gallo del corral. La propia Carolina Bescansa ha dimitido de su cargo en la ejecutiva, abochornada por el espectáculo que se está ofreciendo. La sensación de decepción cunde entre los simpatizantes y el “núcleo irradiador” está que trina. Pese a tratarse de un partido que apenas ha echado a andar, la supervivencia de Podemos corre un serio peligro si no consigue resolver pronto sus divisiones internas. Ya van tarde.

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