La investidura de la marmota

Publicado en el Diari de Tarragona el 6 de marzo de 2015


El pacto firmado la pasada semana entre socialistas y liberales no ha conseguido sumar los respaldos parlamentarios imprescindibles, ni siquiera los pasivos, pese a los voluntariosos esfuerzos de sus líderes echando las redes a la derecha y a la izquierda de la barca. Si analizamos la situación con las orejeras de la vieja política, parece claro que el bloqueo frontal y crónico era el destino inevitable de este infructuoso asalto a la Moncloa: el PP no ha ganado las elecciones para hacer presidente al candidato de otro partido, y Podemos no se ha lanzado a la arena parlamentaria para refrendar un programa caracterizado por la centralidad y la moderación. La marmota de Punxsutawney se asomó a la Carrera de San Jerónimo, vio su sombra y volvió a la madriguera: el proceso de investidura se alargará quince semanas más.

A lo largo de las escasas sesiones parlamentarias celebradas durante la incipiente legislatura, los ciudadanos hemos podido contemplar situaciones que hace unos meses nos habrían resultado inverosímiles. Algunas, en mi opinión, pueden considerarse positivas (el Presidente del Congreso y algún portavoz no nacionalista dirigiéndose a sus señorías en euskera y catalán respectivamente, una cierta sensación de que el tono y el ritmo del debate dejan atrás su letárgico encorsetamiento…), otras simplemente llamativas (Pablo Iglesias y Xavier Domènech manifestando su amor frente a un atónito Luis de Guindos, rastafaris subiendo a la tribuna de oradores ante la mirada desconcertada de la bancada popular…), y otras innegablemente desternillantes (Mariano Rajoy reconociendo que ha mentido a sus votantes en un ataque freudiano de sinceridad, Íñigo Errejón asistiendo incómodo al show neonatal del líder podemita y Carolina Bescansa…).

Todo esto puede parecernos más o menos fresco y estimulante, pero no deja de ser una colección de anécdotas. Debemos recordar que uno de los cometidos esenciales de la cámara es el nombramiento del nuevo presidente del gobierno, y en este punto apenas se observan novedades frente a los viejos modos de la política tradicional. Por un lado, el PP de Rajoy se ha convertido en un nuevo perro del hortelano, que no come ni deja comer. Primero renuncia ante el Rey a liderar esta nueva etapa, y luego se niega en redondo a permitir que PSOE y Ciudadanos asuman la responsabilidad de conformar el nuevo y necesario ejecutivo. El presidente en funciones dice querer una Große Koalition española, pero después decide pronunciar un discurso faltón y desconsiderado hacia los socialistas que dinamita cualquier tipo de puente. Paralelamente, Podemos sigue instalado en un maximalismo delirante, creyendo que Ferraz puede admitir sumisamente un programa de gobierno incompatible con las directrices europeas, y bajo la constante tutela de partidos abiertamente independentistas. Tampoco parece que la mejor estrategia para aglutinar a la izquierda sea recordar viejas verdades incómodas enterradas en cal viva.

Reconozcámoslo: a Rajoy le sobran motivos para rechazar la investidura del líder socialista, y Pablo Iglesias tiene razón cuando afirma que su ideario es incompatible con una política económica bendecida por Luis Garicano. El problema es que ambas posturas chocan con un muro infranqueable: la realidad. Del mismo modo que la eventual independencia de Catalunya se topa con la mitad (o más) de catalanes que no están por la ruptura, el deseo de populares y podemitas de marcar el rumbo político de los próximos años no puede esquivar la evidencia de un parlamento tremendamente atomizado donde no caben liderazgos innegociables ni purismos ideológicos. Primero está la realidad, y luego vienen las opiniones.

Cabría reconocer cierta razonabilidad al empecinamiento de Rajoy e Iglesias si existiese alguna perspectiva de cambio tras la repetición de los comicios. Esta nueva convocatoria debería producirse a comienzos de verano, si para entonces no hubiera acuerdo, pues el cronómetro constitucional ya se ha puesto en marcha. Sin embargo, todas las encuestas señalan que unas eventuales elecciones el 26 de junio desembocarían en un reparto de fuerzas similar al actual. De este modo, en tres meses nos veríamos de nuevo viviendo una nueva investidura de la marmota, con los mismos cuatro partidos en liza y con similares problemas aritméticos para formar una mayoría suficiente.

Si entramos en el terreno de los pronósticos (qué peligro…) creo que no soy el único ciudadano convencido de que Mariano Rajoy jamás volverá a ser presidente del gobierno. En éste papel arrastra una animadversión generalizada por haber planteado una lucha contra la crisis que ha disparado exponencialmente los niveles de desigualdad social, y como máximo responsable del PP está irreversiblemente abrasado por una pésima gestión de los infinitos casos de corrupción popular. Un país como España necesita un partido conservador decente y respetado, y parece claro que el registrador pontevedrés no está en condiciones de liderar esa transformación. Su tiempo se ha acabado. Por su parte, Podemos comienza a comprobar en carne propia que una estrategia electoral basada en atacar sin contemplaciones a los partidos tradicionales conlleva un altísimo coste cuando se acerca el momento de pactar. Además, Pablo Iglesias ha generado un enorme temor en grandes sectores sociales (no sólo en el IBEX35), una prevención que juega en su contra en estos momentos. No parece fácil que lo veamos próximamente sentado en un consejo de ministros.

Unas nuevas elecciones probablemente nos devolverían a la casilla de salida, un riesgo que cada día parece más cercano, y que inquieta a los observadores y analistas internacionales. Esperemos que la amenaza de unos nuevos comicios (que casi nadie quiere) sirva para forzar un deseable acuerdo de última hora, un fenómeno similar al que se vivió en Catalunya hace unas pocas semanas. No hay tiempo que perder.

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